Cada pueblo que tiene una mascarada tradicional vive las horas previas con su propia liturgia. En Ferreras de Arriba, en la tarde de Navidad, los mozos que participaban en la fiesta del día siguiente se encargaban de representar una comedia, de ofrecer un espectáculo para todo el pueblo. «Eso no lo hemos podido recuperar todavía, porque son muchas horas de ensayos y la gente no tiene tiempo o vive fuera, pero lo vamos a intentar. Este año, para tener algo el día 25, hemos contactado con Manteos y Monteras, que hará un recital de villancicos».
El hombre que pronuncia estas palabras se llama Manuel Baladrón y es uno de los treintañeros que forma parte de la jornada de jóvenes de Ferreras de Arriba que se ha implicado para que la tradición no solo no caiga, sino que se eleve por encima del lugar en el que había estado en los últimos años. Él es uno de los responsables de la Asociación Cultural Amigos de la Filandorra, y una de sus tareas es esa: adaptar a los tiempos del presente lo que se perdió en el pasado. Y, en este 2024, el colectivo de entusiastas del pueblo trae novedades.
Baladrón lo explica sin darse demasiada importancia. Él mismo es consciente de que el grupo de «veinte o treinta personas» que se ha unido para pelear por esto desde la localidad, o desde donde emigraran ellos o sus familias, tiene unas ambiciones acotadas por la falta de recursos humanos y por la propia evidencia de una localidad que, como casi todas, ha ido perdiendo gente y, sobre todo, envejeciendo: «Nos da mucho trabajo, pero también tenemos mucha ilusión», sostiene el responsable de la asociación, que en estos días apenas para. Hay que prepararlo todo.
Lo primero, lo de los villancicos. Y luego, y sobre todo, la salida de la Filandorra, de la mascarada que durante todo el día 26 recorre las casas de Ferreras de Arriba con los feos (el diablo y la filandorra), que representan el mal, y con los guapos (la madama y el galán), que encarnan el bien. Todo arranca a primera hora de la mañana, y la liturgia exige el paso por todas las casas abiertas del pueblo para pedir el aguinaldo. No hay apenas pausa.
Si acaso, los personajes se detienen en la comida, que «cada año es en un bar del pueblo» para repartir la riqueza de la manera más justa. Ya un rato más tarde, al anochecer, la lucha entre el bien y el mal se traslada a un espacio comunitario y toda la localidad se une en torno a una merienda-cena que este año contará con jabalí y empanadas. De noche será el turno para la orquesta.
El estímulo del empuje en otros pueblos
«Los chavales ven que se hacen cosas, que la gente se lo pasa bien. Antes, había años en los que nos costaba encontrar a las cuatro personas, pero ahora tenemos de sobra», celebra Baladrón, que recuerda que esta tradición, como muchas de esta índole, se remontan muy atrás en el tiempo: «Es una marca, una identidad», insiste el responsable de la asociación, que aspira a trasladar ese sentimiento a los que vienen por detrás. «Hay que vivirlo desde pequeño, se te pone la piel de gallina».
De hecho, su trabajo y el de sus compañeros consiste básicamente en ser los elementos de sujeción de la fiesta que no dejaron perder sus antepasados. «Otros pueblos tiran para arriba y eso también te estimula», remarca Baladrón, que recuerda que el pueblo cuenta con un museo de la Filandorra que se abre a demanda y durante algún puente, y que ayuda también a las casas rurales. Todo suma. Ellos también.
Esta Navidad, ese esfuerzo por bucear en las tradiciones dará algún fruto más, pero contar eso ya no es responsabilidad de quien escribe. Hay que ir a verlo. Y, sobre todo, a sentirlo. Como antes lo percibieron otros y como lo vivirán los que lleguen. De eso se trata.