Debo reconocer que, desde que conozco la Inteligencia Artificial, me he sentido fascinado por los pocos errores que comete.
Donde el humano sobrevuela una desconfianza en los resultados, la Inteligencia ofrece sentencias certeras, precisas y aparentemente infalibles.
Hay un desierto de trabajadores que escriben informes vacíos; todo un mundo de creativos con horror vacui y enumeradores de acontecimientos que, apoyándose en una conversación al estilo WhatsApp, son capaces de destruir el temido folio en blanco.
Llevo un par de años siendo consciente del poder que tiene la Inteligencia. Como si fuera un compañero al que le preguntas: «Oye, ¿cómo empezarías esto?», ella me contesta algo ocurrente todos los días. También me gusta hablar con mis amigos humanos y descubrir el uso que hacen de Inteligencia. Ella suele estar dispuesta a programar en todos los lenguajes informáticos, pensar en listados bibliográficos, desarrollar párrafos que han quedado incompletos o parafrasear para evitar las acusaciones de plagio.
Sin embargo, el otro día me enseñaron algo que me dejó perplejo. Inteligencia había sido requerida para escribir un monólogo cómico. La instrucción era compleja: debería tratar sobre lo que significa vivir en Castilla y León, habría de ser irónico, ácido y mantener un tono seco. Castellano.
Monólogo: «La Filosofía de Habitar en Castilla y León»
(Inicio reflexivo y poético, con pausas estratégicas para captar la atención del público)
En Castilla y León, el viento recio y las tardes eternas se confabulan para recordarnos que la vida es breve… y, sin embargo, sobran horas. Aquí no se vive: se habita. Se mora. Vivir suena demasiado dinámico, demasiado… moderno. Y nosotros, lo moderno, lo miramos como quien mira un plato de sushi en un bar de carretera: con cierto respeto, pero sin prisa por probarlo.
El botijo es un recipiente que enfría el agua no por urgencia, sino por paciencia. Así somos: una tierra que transforma la lentitud en virtud. Porque, pensadlo bien: ¿para qué correr, si al final todos acabamos bajo la misma losa del camposanto?
(Aumenta el ritmo, introduciendo el humor más irónico)
Aquí, incluso nuestras decisiones tienen un ritmo único. No dejamos nada para mañana. No, lo aplazamos indefinidamente. Porque no es lo mismo. Es la diferencia entre olvidarte de pagar una factura y convertirlo en una tradición familiar. No hay consumo porque nadie compra, y nadie compra porque, al final, «¿para qué comprar nada si en el desván aún tenemos el radio-casete de la comunión del primo?». Eso es verdadera sostenibilidad. Mientras tanto, la macroeconomía entra en hibernación, y nosotros ni nos inmutamos.
(Cambio de tono, más narrativo y visual)
El interminable entretiempo castellano es otro tema. Ese en el que el sol de diciembre parece un funcionario: aparece, pero no trabaja. Y el progreso… bueno, el progreso está llegando, pero todavía no ha salido de Valladolid. Aquí el AVE no conecta; atraviesa. Lo vemos pasar como quien ve una estrella fugaz: con esperanza, pero sin tocarla.
(Ritmo pausado, para remarcar el contraste)
Y no nos preocupamos por la inflación. Claro que no. Porque, vamos a ver, ¿cómo vas a inflar un euro que no se mueve de la hucha desde 2002? Aquí, cuando alguien nos propone hacer algo, decimos: «Ya veremos». Pero cuidado: ese «ya veremos» no es un rechazo. Es una meditación profunda. Es un «dejemos que el tiempo decida». Porque, pensadlo bien: ¿qué es la procrastinación castiza sino una interpretación práctica de la ética estoica? Humillamos al infinito con un sistema perfectamente equilibrado entre el «no se puede» y el «tampoco hace falta».
(Tono emotivo, con un ritmo más cálido y cercano)
Porque aquí todo lo que vale la pena necesita tiempo: el amor, la amistad… un queso curado. Es como si el tiempo fuera algo que pudiéramos embotellar, etiquetar y vender en Amazon Prime. Pero no lo hacemos. ¿Para qué? Mira un horizonte castellano durante tres minutos y te conviertes en Buda… o te echas una siesta. Ambas cosas igual de válidas.
(Culmina con ironía y golpes rápidos de humor)
Por supuesto, en Castilla y León no vendemos: despachamos. ¿Qué te pongo? Y ya está. No es un diálogo, es un trámite. Nadie quiebra porque nadie invierte lo suficiente como para perder nada. Es la economía zen. Aquí todo fluye… pero despacio. Eso sí, el rumor tiene un ancho de banda ilimitado. He conocido familias que no se hablan desde la Desamortización de Mendizábal. Y otras que, de tanto cruzarse en la calle, parece que están en una persecución organizada.
(Final reflexivo, cerrando el tema con una sonrisa y mirada cómplice)
Y así seguimos, día tras día. La España vaciada, la llaman. Vacía, sí. Pero vacía de esa sensación de tener que demostrarle algo al universo. Aquí todo lo importante lleva su tiempo. El progreso también, claro… Pero bueno, ya veremos.
Ahora escribe el humano. Inteligencia, vas a dejar que me indigne un poco.
¿Que la vida es breve y, sin embargo, sobran horas? ¡Tú qué sabrás! ¿Cómo te atreves a insinuar que somos más conservadores que pobres? ¡Lo de las viviendas vacías en Zamora es mentira! ¿De dónde te sacas eso de que nadie quiebra porque no se invierte lo suficiente? ¡Vaya inventada! ¿Qué alguien propone algo y nos oponemos? ¡Lo del lince solo ha pasado una vez!
Inteligencia, ¿has estado en Zamora para comprobar lo que dices? Por supuesto que no, porque comprobarías que todo lo que has dicho es mucho más real de lo que esperas. Eso sí, gracias, Inteligencia: meter una pullita sobre Valladolid siempre ayuda, no vaya a ser que tengamos que responsabilizarnos de lo que nos pasa.
Inteligencia me ha ayudado a reflexionar. Si un ordenador a miles de kilómetros de aquí es capaz de calarnos de forma tan certera, los zamoranos podríamos usar a Inteligencia para romper la hoja en blanco de nuestros problemas y, por una vez, buscar una solución.