Al acercarse el fin de sus días, Luis XV se enfrentaba a una Francia devastada tras años de guerras, corrupción y crisis. Durante su reinado, nada de eso le preocupó en exceso y tampoco se molestó en ocultarlo. Logró condensar su profundo desinterés con una precisión extraordinaria: «después de mí, el diluvio». El egoísmo político, sintetizado en esa frase, fue el legado que dejó a la historia. Serían sus sucesores quienes asumieran las consecuencias de su indiferencia. Las revoluciones les estallarían a otros, no a él.
Llevo casi siete años escribiendo, casi a diario, las palabras cambio climático (mientras redacto estas líneas, una alerta me avisa de que aumentan las víctimas de la dana de Valencia y Albacete). Leyendo informes para intentar comprender algo de una complejidad inabarcable, escuchando a científicos y hablando con personas que, desde ámbitos muy diferentes, trabajan para evitar que lleguemos a los peores escenarios posibles. Esos en los que las consecuencias son tan devastadoras que no podemos siquiera imaginarlas. Esos que se asemejan a lo que vivimos en octubre. El diluvio.
Que el calentamiento global existe y que ha sido acelerado por el ser humano es una de las cuestiones con mayor consenso en la comunidad científica: más del 97% de los expertos coincide en que es de origen antropogénico y que el uso de combustibles fósiles tiene mucho, demasiado, que ver en ello. La bibliografía es infinita y se acumula desde hace décadas, no es una opinión ni un tema a debatir. Los únicos que siguen negándolo a estas alturas son los interesados en que la rueda continúe girando cueste lo que cueste o un puñado de ignorantes por elección que hacen mucho ruido y que serán los primeros a los que el sistema dejará fuera.
A menudo leemos que el cambio climático es algo universal, que nos afecta a todos por igual. Sin embargo, eso es una verdad a medias: claro que sus efectos no entienden de fronteras ni condiciones, pero no todas las regiones ni todas las personas son igual de vulnerables a sus efectos. Por ejemplo, toda la población siente una ola de calor, pero no lo sufre igual quien está en una casa bien acondicionada que quien está asfaltando una carretera. Tampoco arriesga lo mismo el directivo que decide no cerrar una fábrica pese a los avisos de temporal que los operarios que van a trabajar en ella. «El cambio climático consiste en ir viendo una serie de vídeos de catástrofes climáticas grabados con móviles, cada vez más cerca de tu casa, hasta que un día eres tú quien graba», se decía el otro día en redes.
Tras décadas escuchando avisos de que venía, el lobo ha llegado en forma de fuego, viento y lluvia. Ni la dana ni el incendio de la Culebra podrían haberse evitado, pero eso no significa mover la portería y resignarse a que esta sea la nueva normalidad climática. Los desastres naturales existen, pero la diferencia entre vivir en un planeta con dos grados más y uno con cuatro se mide en el sufrimiento de millones de personas. No podemos acostumbrarnos al horror que provocan mientras seguimos apuntalando un sistema insostenible. Y, detrás de nosotros, el diluvio.
Es imposible evitar lo inevitable, pero sí podemos estar preparados para cuando suceda. Sabemos cómo. Contratar más efectivos de bomberos y emergencias. Lanzar las alertas que sean necesarias. Decretar el cese de actividad no esencial. Planificar y adaptar el diseño de las ciudades. Limpiar los montes. Legislar para limitar las emisiones. Fomentar el transporte público y limpio. Invertir en ciencia. Adaptarnos. Todo eso son decisiones políticas. Y no tomarlas es también una decisión que, con la información que hoy tenemos, debería traer consecuencias. Como ciudadanos, somos responsables de recordarlo en las urnas –es difícil que una persona que niega el cambio climático gobierne como si existiese– y en las decisiones de consumo que tomamos o no todos los días. Que, por cierto, también son políticas.
«Frente al “sálvese quien pueda”, que es el lema de nuestra época, digamos mejor: o nos salvamos juntos, o no se salva nadie», sostiene el escritor Isaac Rosa. Ante el horror de la catástrofe, la solidaridad de los vecinos y la generosidad de quienes han arriesgado su vida para salvar la de otro, de quienes han acogido en su casa a un desconocido que lo ha perdido todo. En la Biblia, Noé tenía un arca para salvarse. Pero nosotros solo nos tenemos a nosotros.