Las galerías comerciales, abarrotadas de gente, parecen un templo iluminado para una fiesta mayor, celebración de las aspiraciones de la clase media, perfumadas de Dior y de Chanel. Entre la plaza recubierta de neones y las oscuras tiendas de liquidación de existencias que proliferan en el otro extremo, la rue Lafayette recorre todas las posibilidades del consumismo. Las boutiques de lujo y las cafeterías de especialidad junto a la Ópera Garnier dejan paso a los gélidos colmados de productos chinos y afganos en las inmediaciones de la plaza de Stalingrad, donde tiendas de campaña Quechua se ubican estratégicamente sobre las rejillas de ventilación del metro para aprovechar el aire caliente y tóxico. A la puerta de los kebabs, entre oficinas de empleo temporal cuyos anuncios ofrecen salarios inferiores a lo que cuesta el atuendo de los maniquíes a un par de kilómetros de distancia, la aglomeración es más pausada, tiene menos rumbo. Los repartidores esperan a que salgan los pedidos. La rue Lafayette no solo atraviesa una ciudad, no solo remonta una colina: comunica mundos estancos y tiempos distintos.
El 23 de noviembre de 2024, una marcha contra la violencia contra las mujeres salió de la Gare du Nord y descendió hacia Bastille por el bulevar Magenta, atravesando la rue Lafayette por su mitad. Centenares de retratos de Gisèle Pellicot y decenas de furgones policiales pasaron ante el hotel de Suéde, en el que vivió en 1927 Léona Delcourt, la bailarina y cortesana que André Breton, padre del surrealismo, conoció en uno de sus vagabundeos por París. Estuvieron diez días juntos, explorando el amor y su locura. Pocos meses más tarde, tras un episodio de delirio, Léona sería internada en una institución psiquiátrica, donde pasaría el resto de su vida. Al comienzo de su reclusión, André Breton escribiría su libro Nadja, sobrenombre que Léona se daba a sí misma, pues en ruso Nadja es «el principio (y solo el principio) de la esperanza».
Léona Delcourt, única foto conocida, BNF.
Tras los pasos de Nadja, reviviendo ese encuentro, caminaría un día de 1988 la escritora y premio nobel Annie Ernaux. Pasearía frente a las torres neoclásicas de la iglesia de Saint Vincent de Paul, en la misma rue Lafayette, y observaría el hotel de Suéde «con un estupor que da la sensación de vivir intensamente». Una desorientación particular, que solo conoce quien busca en la realidad las huellas de la literatura, espectros de la imaginación. En su Diario del afuera (Cabaret Voltaire), Ernaux se convierte en una autora errante, como Breton, volcada hacia las escenas que observa en los vagones del metro, en los pasillos del supermercado, en las salas de espera. Escribe la ciudad como si esta fuera una sucesión de reels, fragmentos de vida sin pasado ni futuro, mero impacto anónimo. Ernaux se siente «atravesada por la gente, por su existencia, como una puta». No se trata de los vídeos fingidos, seleccionados por un algoritmo, que hoy nos atrapan. El sentido y la verdad de esas imágenes y diálogos robados se encuentran en las obsesiones y en los recuerdos de la propia Ernaux, que desaparece del cuadro para conservar solo la opacidad, el misterio de las personas que se cruzan con ella. Como si no hubiera mejor forma de conocerse a uno mismo que a través de lo que se ve, o no se ve, en los demás.
La violencia, por ejemplo. La parte no iluminada del amor: un extremo u otro de una calle no tan larga.