Raúl Losánez (Madrid, 1971) habla con una mezcla de pasión y conocimiento sobre la figura de Gustavo Adolfo Bécquer. En las profundidades de los textos y de la vida de este poeta del siglo XIX se encuentran el origen y la identidad de Vano fantasma de niebla y luz, la obra escrita por el dramaturgo y crítico en medios de comunicación, que hace este viaje de la mano de Ana Contreras, la encargada de dirigir la puesta en escena. El resultado de su trabajo conjunto se podrá ver este viernes 29 de noviembre (20.30 horas) en el Teatro Principal de Zamora, con un tira y afloja en el que el concepto de perfección y su naturaleza inalcanzable encuentran acomodo en el concepto lírico de la propuesta.
– ¿Qué entiende por el ideal de perfección?
– Nosotros hemos tratado de huir de la imagen que, por desgracia, se ha ido quedando en el imaginario de la gente cuando se habla de Bécquer. Quizá, los que menos lo hayan leído tienen una imagen de algo cursi, algo ñoño, y consideramos que no es para nada así. Todo el espectáculo está enfocado a sacarlo de ahí, a demostrar que Bécquer es un poeta que habla de temas universales y en cierta medida muy abstractos, muy complejos. Que es verdad que se fija en lo concreto, pero a partir de ahí establece acciones, referencias y denuncias muy generales. Uno de los temas que a él le preocupa muchísimo es la búsqueda de ese ideal, un modelo de perfección que no solo radica en la mujer perfecta, que es esa otra lectura un poco ñoña, un poco tontorrona y un poco simplista que se ha hecho, sino en algo mucho más general. Es verdad que a veces él lo asocia a una mujer, y nosotros en el espectáculo así lo hacemos, pero el que vea la obra comprobará que es más que una mujer real, es un ente que representa todo lo perfecto a lo que aspira el otro personaje. Esa relación se establece como puede ser la de un escritor en busca de la obra perfecta, o una persona anónima en busca de un ideal moral o del conocimiento absoluto. De hecho, hay muchos poemas en los que ella le revela a él que es una especie de Dios que todo lo sabe. Es como que ella todo el rato representa lo que a él le gustaría tener, alcanzar y saber.
– Un poco frustrante todo esto de ver esa perfección sin llegar a alcanzarla.
– Claro, eso es. Ese es, en cierto modo, el ideal romántico. Aunque Bécquer, a quien se mete en el romanticismo, es en realidad un poeta posterior. Es más bien el precursor del modernismo que viene luego. Te digo esto porque esa frustración está en ambos movimientos, tanto en el romanticismo como en el modernismo. Solo que en el romanticismo es una frustración exaltada. Ese hastío por no encontrar lo deseado es como muy demente. Y luego con Bécquer y con los que vienen posteriormente es mucho más sosegado, de aceptación de ese fracaso desde un lugar como más sereno y más tranquilo. Pero sí está esa frustración, por supuesto, que en realidad es la de cualquiera. Todos buscamos en la vida lo que no tenemos y todos nos devanamos la sesera tratando de encontrar eso: la belleza, el conocimiento, la verdad. ¿Qué hacemos aquí? ¿Qué pintamos en esta vida? ¿Dónde vamos? Eso está en Bécquer y en cualquier ser humano que se pregunte un poco por sí mismo. Él era un poeta que se preguntaba sobre el sentido de la vida y sobre el sentido de esa búsqueda de la perfección.
– ¿Esas inquietudes tienen peso en la obra de Bécquer?
– Sí, sin duda. El lugar del ser humano en el mundo es uno de los temas fundamentales. Y la posibilidad o no de trascendencia. En un momento dice: cuando las campanas tocan, si tocan en mi funeral, ¿quién de mí se acordará? Esa cosa permanente de la idea del olvido. ¿Hay trascendencia? ¿No hay trascendencia? ¿Qué será de nosotros más allá? Eso está permanentemente en él. Y se pregunta también qué demonios está haciendo aquí y por qué siempre se encuentra con ese choque contra una realidad que nunca termina de ser la deseada o nunca termina de ser tan perfecta y tan concreta como uno la ha imaginado. Porque al final nunca tenemos las claves para conocer todo lo que buscamos.
– Él terminó siendo más trascendente tras su muerte que en vida.
– Su obra ha sido más reconocida durante los años posteriores a su muerte que durante el ejercicio de su profesión, sí, sin duda. De hecho, él fallece con solo 34 años y no logra publicar en vida esos poemas en los que había estado trabajando. Bécquer fallece en 1870, y en 1871 es cuando sus amigos deciden dar a conocer su poesía. También tuvo mala suerte porque ya estaba todo preparado para lanzarla antes. Se la entregó a Luis González Bravo, que era un ministro de la época conservadora, justo antes de la Revolución del 68. Con la Revolución del 68 se asalta la casa de González Bravo, que se quema, y entonces se pierde ese manuscrito. Ahí lo que hace él es recuperar los poemas un poco de memoria en el famoso Libro de los gorriones, que lo inicia diciendo: Poesías que recuerdo del libro perdido. ¿Qué ocurre? Que fallece y eso no se llega a publicar, y a partir de ahí es cuando los amigos dicen: esto hay que darlo a conocer. De todos modos, fue director de El Contemporáneo, periodista. Trabajaba en la prensa como casi todos los autores en el siglo XIX. No era esa especie de poeta maldito, ha trascendido una imagen distorsionada y falsificada acerca de su figura.
– ¿Qué sucede cuando se publican los poemas?
– Lo que hacen los amigos es tergiversar un poco el orden de los poemas y venderlo. Hacen lo que hoy denominaríamos como una campaña de marketing fabulosa. Empiezan a inventar, en cierto modo, una especie de trayectoria vital relacionada con los poemas. Pero en el manuscrito original de Bécquer no se ve ese orden. Eso es un invento de sus amigos, que hacen como si fuera que él se ilusiona con el amor y luego se pega el batacazo. Y, en fin, el final es la tragedia máxima de no haber encontrado el amor absoluto. Todo eso es un invento un poco dramatúrgico que hicieron los amigos, pero que funcionó de miedo. Y a mí me parece fabuloso que lo hicieran, porque eso permitió que se vendiera exageradamente. Las poesías se convirtieron en el primer best seller poético de la historia de nuestra literatura más reciente. Se editaron en 1871, tuvieron muchísimo éxito y luego se hicieron hasta 1880 dos ediciones, cosa bastante infrecuente, nada habitual en un autor de esa época.
– Ustedes cuentan, en la presentación de la obra, que Bécquer es el segundo autor español más leído después de Cervantes. ¿Qué particularidad tiene su poesía para estar por delante de figuras como Machado o Lorca?
– Primero, tiene ese punto de innovación del que te hablaba, que anticipa todos los movimientos que vendrían después, fundamentalmente el modernismo. Entonces la poesía, en cuanto a forma, en cuanto a estilo, adquiere de repente una claridad, una concisión, y te empieza a golpear. Es casi el primer poeta breve que te sacude con pocos versos, muy claros, muy directos, sin prescindir nunca de la musicalidad y la belleza. Es decir, que no sea algo prosaico, sino muy lírico, muy poético. Por eso escribió tan poca poesía y le dio tantas vueltas. Él la cuida mucho formalmente, aunque prescinde de la rima. Se le llamaba en su época el poeta de las asonancias. Además, métricamente hace cosas muy novedosas y al mismo tiempo, desde el punto de vista más conceptual, es capaz de que todo el mundo le entienda de una manera muy clara. Luego vinieron otros como Lorca o sus compañeros de la generación del 27. Pero todos ellos son deudores de Bécquer. Y no porque lo diga yo, sino porque ellos mismos lo dijeron muchas veces. También los del 98, como Machado, son unos devotos de Bécquer. Es un poeta del que han bebido todos y que tiene esa cuidada sencillez: el verso claro y el borrador oscuro.
– ¿Cómo se traslada al teatro lírico toda la sencillez inicial, la complejidad de fondo y todo lo que supone el personaje?
– Hacemos un trabajo conjunto en el que yo planteo la propuesta a través del texto y Ana (Contreras) lo traduce a una imagen escénica, a una simbología. En esta propuesta, primamos siempre la palabra poética. Creemos que un texto bien dicho y sentido, bien interpretado, emociona, llega y hace pensar y disfrutar al espectador tanto como un texto dramático al uso. Es decir, con una peripecia dramática de planteamiento, nudo y desenlace. Nuestra apuesta siempre se basa en demostrar que el público puede disfrutar, entretenerse, pasárselo bien y emocionarse con un lenguaje un poco más simbólico, más poético. Hay una narrativa en esa dramaturgia. Uno va a ver a dos personajes: el masculino, que está en permanente búsqueda de algo ideal, que es el conocimiento absoluto, la verdad. Eso es lo que encarna el otro personaje, el de ella. Todo eso está expresado de manera muy simbólica, de manera nada realista, digamos. Entonces, los textos se van intercalando como las reflexiones de cada uno de ellos.
– Y con la música.
– Sí. Nosotros aspiramos a llegar desde la emoción entre el minuto uno y el sesenta, todo lo que dura la obra. Es más corta que otras porque está todo concentrado en un plano puramente emocional y tampoco se puede mantener al espectador ahí eternamente. Todo está minuciosamente concentrado para potenciar esa emocionalidad de la propuesta. Y en eso juega un papel fundamental la música. En este caso, la ha compuesto Jorge Bedoya, que es un pianista maravilloso. Toda la partitura está compuesta de acuerdo a lo que queremos contar, a lo que están contando los personajes, a lo que están sintiendo y a lo que queremos transmitir desde sus figuras.