«Estamos en el rincón», apunta José Manuel Nieto, en un esforzado castellano, mientras avanza entre sus árboles con un recogedor de castañas. Lo que dice este vecino de Castromil cobra sentido si uno mira un mapa: a ocho kilómetros del pueblo, Moimenta, en Portugal; a diez, La Mezquita, en Galicia; y a otros tantos, San Ciprián, en la provincia de Zamora, el territorio al que pertenece administrativamente esta localidad. A su vera se halla el Penedo dos Tres Reinos, la piedra que, según cuenta la tradición, sirvió como punto de reunión de los gobernantes de Galicia, Portugal y León para fijar la frontera de sus respectivos territorios.
Pero eso son cosas del pasado y de los reyes. Aquí, sobre el terreno, las preocupaciones se vuelven más mundanas. Todos en la zona están acostumbrados a esa vida de fronteras: rica desde el punto de vista de la mezcolanza lingüistica y cultural, pero compleja cuando se trata de levantar la mano y recordar que uno está ahí, aunque sea a dos horas largas de Zamora capital. Esa rutina adaptada a las circunstancias se vio quebrada para José Manuel y para sus vecinos el pasado 18 de septiembre. Vino el fuego.
Quien lo explica inicialmente es otro de los vecinos del pueblo. Se llama Andrés Garrido y se encoge de hombros ante varias de las preguntas. Eso sí, una no la deja ni botar: «Se sabe que el incendio fue intencionado. Lo tenemos claro por el sitio en el que se prendió y la hora a la que fue», afirma el paisano, que aquel día salió de casa para colaborar con el resto del pueblo en la protección de las casas. La situación no llegó al límite del desalojo, pero el rastro negro que dejaron las llamas evidencia que la cosa estuvo cerca.
Cuando uno se aproxima por la carretera que conduce a Castromil desde Hermisende y San Ciprián puede intuir lo próximas que estuvieron las llamas. El terreno tiznado se observa en los alrededores de una nave, al pie de las cunetas cuando las casas ya son visibles y en alguna zona alta si uno mira, por ejemplo, desde la puerta de la casa de Andrés. «Alguna de las chispas bajó para este lado. Si no las pisa mi mujer, había prendido», afirma este gallegoparlante, que perdió siete de sus treinta castaños entre las llamas. Además, «los mejores».
Algunos de ellos se ubican en la salida del pueblo según se va a San Ciprián a la izquierda. Andrés los tiene perfectamente controlados y muestra sus restos sobre el terreno, al tiempo que va pisando sobre un sendero plagado de los erizos que envuelven a las castañas. Ya es tiempo de recogida, y el temporal Kirk contribuyó la semana anterior a que el fruto cayera masivamente de los árboles. Todo el entorno por el que uno pisa está plagado, a pesar de que los lugareños calculan que las llamas se llevaron por delante más de 300 castaños hace un mes.
Andrés explica que casi toda la gente del pueblo es dueña de algunos de estos árboles. Tanto la población activa como los jubilados utilizan la venta de las castañas para completar los ingresos: «Vienen de La Mezquita a comprarlas», aclara el vecino de Castromil antes de ir en busca de José Manuel, el hombre que hablaba del rincón, que en ese instante se encuentra en otro de los parajes de la localidad y que explica, a las puertas del camino que conduce a su terreno, cómo le afectó el fuego y cómo le viene la campaña.
El hombre de Castromil revela que, a él, el fuego le quemó unas dos docenas de árboles: ¿Traducido en castañas? «Unos 300 o 400 kilos sí me llevó», apunta José Manuel, que confía en que alguno se salve, pero que lamenta el destino de los que no tienen solución: «Yo ya no veo cuando vuelvan a dar fruto», asegura el jubilado, que estima que los árboles empiezan a ofrecer una producción digna quince años después de ser plantados. «Los que se quemaron tendrían muchos treinta años, y algunos cincuenta», asevera.
Como Andrés, José Manuel también está totalmente convencido de que el incendio fue provocado, aunque matiza que «tuvo que ser alguien de fuera». «El fuego no fue cosa de este pueblo, eso seguro. Sería de otro lado, por una revancha o algo», desliza el vecino de Castromil, que confirma que las castañas «acompañan a los ingresos» y que nunca hay problema para venderlas. Aquí, el fruto se recoge ya con dueño. Otra cosa son los precios. Parece que esta vez anda por 1,50 el kilo.
Para José Manuel, esa será la recompensa económica a un año de trabajo: «Si se quiere hacer algo por ellos, dan bastante faena», indica el castañero, en referencia a los árboles. El vecino de Castromil habla incluso de «un par de horas a la mañana y otras tantas a la tarde» para «ver cuándo tiene la enfermedad, limpiar las ramas, ponerle unas defensas, arar alrededor…», enumera. No es todo esperar a poner el cazo.
Por eso, cuando llega el fuego, las consecuencias duelen. Parte del trabajo se pierde: «Para que no pasen estas cosas tiene que haber quemas controladas en invierno. Y eso lo tienen que saber, porque cae de cajón», sostiene José Manuel, que estima que esos cortafuegos son la clave: «Que me digan que no se puede hacer en la parte de Castilla o en Andalucía, bueno, pero aquí en el norte…», insiste el castañero de Castromil. Otros por la zona opinan lo mismo. Era lo que hacían los abuelos para dormir tranquilos.
A la espera de que sus palabras encuentren un oído con poder que quiera escucharlas, personas como Andrés o José Manuel centran ahora sus esfuerzos en la campaña. El segundo de ellos se sube al todoterreno, viaja por un camino irregular hacia su parcela y coge otra vez su particular recogedor. Con su mujer al lado y con paciencia va apañando todos los frutos que ve por el suelo.
– ¿Y para que caigan no hay que hacerles nada?
– No. Ya las varea el aire.
Todo es cuestión de mirar lo que hicieron los ancestros, adaptarlo para ganar eficacia y seguir. Esto no tiene más secretos.