Es domingo en lo alto de la colina más alta de París. Un destacamento de furgonetas rodea los puestos de toldos rojos y bombillas encendidas, y estos, a su vez, el parque infantil donde juegan los niños. Hay una energía poco habitual en la mañana grisácea, un desgarro espacio-temporal, un remolino de bragas, vaqueros y chilabas entre el aroma a quesos, a especias del Líbano, a ostras de Bretaña. Verduras lluviosas del campo de Normandía palidecen junto a las frutas importadas del Mediterráneo. Una pareja de evangelistas ofrece cursos bíblicos y voluntarios de las múltiples izquierdas reparten periódicos delante de la panadería que vende croissants y baklavas entre castillos de flores y alfombras afganas. Una octogenaria con la cabeza cubierta por un velo blanco cruza el estrecho pasillo que forman sendos puestos de yassas de Senegal y de fideos tailandeses y abandona el mercado por las aceras húmedas del hielo derretido que mantiene frescos los rodaballos. Cualquiera diría que recorre una callejuela solitaria y polvorienta de otro lugar, uno que conociera mejor. Son los demás los que se apartan.
En 1990, Juan Goytisolo vivía aún en París y se preguntaba si la ciudad, que había sido la capital del siglo XIX, podría ser también la del siglo XXI. Al hacerlo, no pensaba en el París burgués de los grandes bulevares y los cafés de Saint-Germain-des-Prés, ni en la foto fija del Barrio Latino, consagrado ya al turismo cultural, donde se habían emborrachado los intelectuales del siglo XX. Para él, la capitalidad —el epítome del mundo— se encontraba en el París turbio y tumultuoso de clases populares que se expandía por la periferia y los barrios obreros, introduciendo en los salones estilo Segundo Imperio aromas turcos, sabores paquistaníes, la energía del zoco de Marrakech. El poeta que caminara por esas calles desordenadas y febriles, de ventanas abiertas a los dramas interiores, se decía, encontraría los esplendores y las fragilidades de la gran ciudad, los mismos que habían fascinado a Baudelaire siglo y medio antes.
También sus vergüenzas. Ahí están, muestra del don francés para el eufemismo, los «grands ensembles» o «cités»: enormes complejos de apartamentos levantados para acoger las oleadas de inmigración y contener los arrebatos de vitalidad de todos los continentes. El más extenso y poblado de ellos acorrala hoy los puestos del mercado de Place des Fêtes. Un destacamento de vigías monstruosos que se yerguen por encima del mar de idiomas y mercancías; diecisiete mil personas con sus diecisiete mil ventanas —el cálculo es aproximado— abiertas al espectáculo de la mañana de domingo. El antagonismo entre el vocerío a ras de suelo y la reclusión en las alturas parece absoluto, como si las torres y el mercado no pudieran existir simultáneamente en el mismo lugar y la presencia de uno debiera anular al otro. O como si fueran proyecciones de otras latitudes, de otras expectativas, superpuestas a la realidad.
En los peldaños de la explanada de hormigón, unas mujeres venden buñuelos y resuelven sudokus. Madres que se conocen de la guardería pública charlan frente a la zona de juegos mientras la mirada se les va hacia el hombre sin afeitar que sonríe y baila al son de una bachata en su altavoz portátil. Frente a él, dos niños se cogen de las caras con una fuerza que es una mezcla de rabia y amor y se las acercan hasta que sus frentes quedan pegadas, hasta que ya no pueden acercarse más. La anciana del velo blanco avanza por la rampa de acceso a una de las torres. Desaparece en un pasaje oscuro, entre un gimnasio y una funeraria, y emerge de nuevo a los pocos segundos, recortada contra el portal iluminado. Cuando entre en su apartamento, se asomará a la ventana y es posible que el bullicio del zoco a sus pies le recuerde efectivamente la energía de Marrakech, de Argel, de Trípoli. Al levantar la vista, contemplará los tejados de París y, al fondo, unas suaves colinas entre la bruma. En la capital de un siglo más sombrío de lo que Goytisolo imaginaba, pocas cosas le resultarán tan íntimas como esas dos imágenes del horizonte y la memoria, esas dos lejanías privadas.