La plaza de la Marina es una jaula de grillos. En medio del alboroto, suenan castañuelas, silbatos, matasuegras, gaitas, tambores o carracas: todo al mismo tiempo. Mientras, en una fila interminable, se posicionan los personajes ataviados como se lo enseñaron los mayores de cada pueblo, aunque la escena tenga lugar esta vez en la ciudad y a un par de meses largos del invierno, que es el tiempo de estas tradiciones. Algunas salen a las calles ininterrumpidamente desde hace décadas; otras, lo han hecho de manera más intermitente o se han recuperado ahora gracias a las gentes entusiastas. Pero aquí todas conviven. Se mira la pasión más que la historia.
La acción tiene lugar en la salida de la decimotercera edición del festival de la máscara en la ciudad y, fuera de la hilera de grupos caracterizados de mil maneras, está la gente. Algunos se sienten seguros en las terrazas del entorno, pero ciertos personajes no perdonan, son traviesos, se acercan, molestan. No dañan, eso no. Algunos se portan mejor fuera que en casa, como esos niños que tanto hacen rabiar a sus padres. Incluso, después de la salida, la interacción con el público continúa. Va en la esencia.
Muchos se acercan a los pequeños, los que tienen que aprender el valor de esta tradición que se representa como un juego, como una fiesta, pero que es parte de la esencia de los pueblos y de la provincia. Bien lo saben algunos como António Tiza, el experto portugués, que con cámara y boina se camufla entre los fotógrafos mientras acompaña a un grupo de Bragança. De Portugal han venido once; quince son de Zamora; los demás llegan de Cáceres o de Galicia.
En el recorrido Santa Clara abajo aparecen hombres vestidos de mujeres y viceversa, muchas referencias a los animales con los que cada pueblo convive desde hace siglos, herramientas de toda la vida, máscaras cuyos orígenes se hunden en el tiempo y danzas escenificadas como dijeron los abuelos. O las abuelas. Algunos, como los del Carnaval de Jurramacho se atreven a molestar al público con papelitos blancos y con churros falsos, y otros, el caso del Chocalheiro, hacen kilómetros cuesta arriba y cuesta abajo, como si esto fuera la Ultra, allá en Sanabria.
Los zangarrones y el ruido
Entre los zamoranos, la avanzadilla es para el zangarrón, el de Sanzoles, siempre con su séquito. Un poco más atrás, los dos de Montamarta, el de Año Nuevo y el de Reyes, se miran cara a cara con más grupos lusos al fondo. Más atrás aún se escucha un ruido ensordecedor, y no viene solo de un grupo. Los primeros en traer el estruendo son los de Palacios del Pan con sus cencerros, pero los decibelios suben más con Los Carucheros de Sesnández. Algunos casi se estrenan, pero vienen con ganas.
La comitiva la cierra el Carnaval de Morales de Valverde, que se guardará el último en el desfile final de este festival en Zamora ciudad. Al menos, en un tiempo. A partir del año que viene, esta cita empezará a rotar por los municipios de la provincia que puedan dar cabida a los grupos. Serán otros ojos, por tanto, los que miren de frente a esta tradición que corrió el riesgo de perderse en muchos lugares, pero que ha vuelto a coger ritmo y que vive de lo que ha vivido desde hace años: de la pasión.