Penden cables sobre la muchedumbre apresurada que baja del tren y desaparece por el sumidero de las escaleras mecánicas, en dirección al metro y las líneas de la RER. A medida que el hall se vacía, quedan a la vista los paneles de poliuretano que cubren las columnas de piedra mientras duran las obras de la estación. En la superficie blanca aparece dibujada, con finas líneas violetas, la silueta de esas mismas columnas, como proyecciones esquemáticas para el engorde de la imaginación. Dua Lipa y Johnny Depp anuncian perfumes suculentos en las pantallas, alternativamente, y cuatro individuos charlan junto a un puesto de African Food, sujetando bocadillos envueltos en papel de plata. Por encima de los paneles se distinguen los escudos de las ciudades cuyos trenes llegan a la Gare d’Austerlitz: Orleans, Angulema, Toulouse, Nantes.
El protagonista homónimo de la novela Austerlitz, del escritor alemán W. G. Sebald, afirmaba que esta era, con su laberinto de estancias, pasillos y pasadizos, y la «sala de pasos perdidos» desolada que hoy ocupan franquicias cúbicas de cafeterías, la estación más misteriosa de todas las de París. Austerlitz—el personaje, no la estación— había recorrido Europa tras la Segunda Guerra Mundial buscando en los grandes edificios del continente su pasado y su memoria, superponiendo a los diseños urbanísticos y arquitectónicos su propia confusión. En la Gare d’Austerlitz conjuró la imagen del tren en el que huiría su padre antes de que el ejército alemán entrara en la ciudad. El vagón se alejaba y la nube de vapor de la locomotora ascendía contra la misma cubierta de vidrio y metal que hoy se levanta por encima de las máquinas de alta velocidad.
Idéntica nube de vapor, misma cubierta sobre las columnas de piedra y un cielo bastante parecido contemplarían los inmigrantes españoles y portugueses que cruzaron la frontera por Irún y bajaron del extinto Sudexpreso. Al llegar al hall, imaginarían las calles y las porterías a las que iba a trasponerse su existencia mesetaria. Suenan avisos por megafonía. Ahora, iluminados por la luz blanca de los fluorescentes, no quedan más que dos guardias de seguridad, los encargados de la oficina de objetos perdidos y, diríase, los susodichos objetos perdidos, paradójicos: una mujer que repasa tablas de Excel en el ordenador, un hombre sin hogar que dormita en el taburete del piano público, una niña de unos cuatro años que grita, ¡Ahí! ¡Ahí!, y apunta con el dedo hacia los aros de colores colgados de la pared. Una joven con las manos cargadas de anillos se levanta para jugar con ella, pero la pequeña sale corriendo hacia los andenes vacíos, como si sus chillidos repetitivos no hubieran tenido más propósito que señalar la existencia de ese rincón de juegos desatendido.
Eso mismo querría yo. Pintar las esquinas desatendidas de París. Seguir el rastro irreal de sus personajes hasta los minúsculos apartamentos que no habitaron y superponer sus formas y movimientos a las de sus circunstanciales ocupantes, inadvertidos. Contar que, cuando uno se asoma al viaducto de hierro sobre el Sena, por el que la fachada de metal de la Gare d’Austerlitz engulle los vagones de metro procedentes de Bastilla, es posible creer que nadie es en realidad de ningún sitio, sino de las ventanas iluminadas, las calles y las arboledas que se abren al otro lado del río turbio, donde la literatura y la realidad resultan indistinguibles. El espejismo no dura más que algunos minutos, pero es así como me gustaría conservar la ciudad. Parapetada contra la certidumbre de saber cuál es una y cuál es otra, difuminada y borrosa.