A la orilla del embalse, en la zona baja de la localidad de Villaflor, aún resiste una campana. Durante más de medio siglo, los vecinos la usaron para llamar al barquero que les trasladaba a las tierras que habían quedado al otro lado tras la llegada del pantano, o para desplazarse a algunas de las localidades que un día estaban a un paso y al siguiente se hallaban tras un abismo acuático. La barca que funcionó hasta los últimos años del siglo XX también aguanta allí, amarrada, como parte de la historia de un lugar que tiene embalse y también un parque eólico mucho más reciente a las puertas del término. Por aquí, sobra energía, pero falta gente.
Y es que Villaflor, penalizado en su día por un embalse que mutiló su término y aisló a sus vecinos, es ahora un pueblo con apenas 14 personas censadas. Muchos hablarían de un futuro condenado pero, entre las familias que viven allí y los vinculados que pasan temporadas más o menos largas en sus casas, no hay resignación, sino voluntad de pelear. Una prueba es la asociación La Barca, que implica a más de 60 personas en esa batalla por el mantenimiento de los servicios y por la conservación de la memoria.
El secretario de ese colectivo se llama Gerardo Hierro. Es asturiano, aunque de origen salmantino, y allá en Avilés conoció a una zamorana de Villaflor con la que formó una familia y encontró un lugar en el mundo donde respirar paz. Este hombre es geólogo de formación, pero durante años cultivó una afición por la pintura. En concreto, por las acuarelas. Aquello nunca pasó de un hobby, pero ahora se ha convertido en algo más. No porque, ya jubilado, Gerardo haya empezado a monetizar el resultado de su arte, sino porque ha usado ese talento para convertir a su pueblo de adopción en un museo al aire libre.
Todo empezó en 2017, cuando la asociación La Barca creó un gran mural sobre el suelo. La pintura tenía 70 metros cuadrados y resistió hasta que la borrasca Filomena borró su rastro. Aquella obra supuso un clic en la cabeza de Gerardo, que vio aquí una oportunidad para embellecer la localidad y para tratar de darla a conocer un poco más: «Todo es para evitar que esto se muera, ese es el motivo fundamental», asegura el artista amateur, que se atrevió a seguir, con la ayuda del alcalde pedáneo para los materiales.
Han pasado siete años de aquello, y en Villaflor ya hay más de veinte murales repartidos por las calles. Las fachadas del colegio o del consultorio se han convertido en el lienzo de Gerardo, que trata de pintar con motivos relacionados con el pueblo. Por los rincones de la localidad aparecen animales, plantas que se encuentran por la zona, un pastor con su rebaño o un catálogo de aperos de antaño. Lo último han sido una culebra bastarda y un lagarto ocelado.
«Procuro que sean cosas de aquí», subraya Gerardo, que tarda entre tres y cuatro días en resolver cada mural y que pinta con brocha y sin una vocación realista: «Me gusta el estilo impresionista», admite el vecino de Villaflor, que aspira a que sus creaciones llamen la atención y sirvan como altavoz de que, en este rincón, hay una localidad que se resiste a ser víctima de la epidemia demográfica que devora a las aldeas: «Lo fundamental es que esto siga vivo», insiste.
La cultura rural
La propia asociación existe precisamente con esa vocación: «Tenemos como socia hasta a la última maestra que tuvo el pueblo, que no es de aquí y vive en Valencia«, remarca Gerardo, como prueba de la implicación de distintas personas para defender a Villaflor. Mientras, el pueblo trata de remar para pelear contra el hecho de que a su consultorio ya no va nadie de forma periódica, a pesar de que las instalaciones se habían arreglado recientemente, o para resistir cada vez que llega el frío y se marcha el grueso de la gente. En verano pueden ser 200; en invierno, pasan de 10 a duras penas.
«Si esto se vacía, se va a perder todo el valor de la cultura rural», explica Gerardo Hierro, que lamenta la dejadez de «quienes de verdad tienen los medios para hacer algo» y que pone como ejemplo lo que ocurre con la barca. «Cuando dejó de funcionar a finales de los años 90, quedó ahí tirada y la recogimos y la tratamos nosotros con aceite quemado. Ahora le hace falta otra mano y solo pedimos que vengan los operarios del Ayuntamiento a hacerlo, que pueden», demanda el vecino. Villaflor pertenece al municipio de Muelas del Pan.
Entre reivindicación y reivindicación, Gerardo sigue pintando. «El pueblo ya es muy bonito en sí, y queremos protegerlo», zanja el artista que decora las calles. Sus creaciones lucen bajo el sol de Villaflor, entre unas casas vacías que desembocan en el embalse. Ha pasado agosto, el año camina hacia el invierno y toca aplicar otra vez el arte de la supervivencia.