Para hombres como Agustín Puente, el pueblo de Ribadelago dejó de existir en la práctica el 9 de enero de 1959. Muchas personas sobrevivieron a la rotura de la presa de Vega de Tera que mató a 144 vecinos aquella noche, pero «todo se destruyó» con la catástrofe. Y no solo desde el plano físico: «La armonía se acabó. Los que quedamos nos vimos marcados y se terminó el roce porque todos nos separamos. Yo llevo 61 años en Bilbao», explica este sanabrés que, aunque es un vasco de acogida, se resiste a perder la raíz. Olvidar no puede.
Agustín, que pasa ya de los 70 años, pronuncia estas palabras desde un lugar que anheló durante años: el Museo de la Memoria de Ribadelago, el espacio donde, desde el 14 de agosto, se recuerda y se homenajea a las víctimas de la tragedia acaecida en un pueblo que pagó con la vida de muchos de sus vecinos la negligencia o la mala fe de quienes mandaron construir la presa. Ahora, el nuevo recinto, demandado hasta la extenuación, sirve como punto de encuentro para quienes vivieron para contarlo y como evidencia de lo que ocurrió: para que las siguientes generaciones lo sepan.
Por eso, a pesar del dolor que nunca les abandona, «hoy es un día de alegría» para los supervivientes. Agustín preside ahora la Asociación Hijos de Ribadelago y habla con conocimiento de causa: «Yo tenía siete años cuando esto ocurrió, pero no me he olvidado de nada de aquella noche. Mis padres y yo nos quedamos en el balcón de la casa y la parte de atrás se fue. Me quedé a hombros de mi madre mientras a ella le llegaba el agua al pecho. Lo pasamos mal», rememora el sanabrés.
Tampoco olvida lo que vino luego. Agustín nunca se había separado de sus padres, pero al día siguiente del trauma fue trasladado durante seis meses al hospicio, en el edificio donde ahora se encuentra el Parador de Zamora. «Fue tremendo», señala el superviviente, que tuvo la suerte de poder reunirse después con todo su núcleo familiar al completo. Ninguno de sus siete hermanos falleció en la tragedia. Todos pudieron reconstruir su vida a través del mayor de la prole, que emigró a Bilbao y arrastró al resto.
Desde allí, Agustín siguió adelante con su vida sin perder el contacto. Y al decirlo rodeado de todas las imágenes de la noche que se atravesó en su vida, este hombre de Ribadelago se emociona: «Le tengo muchísimo cariño al pueblo, a mi niñez. Es duro, pero es así», indica el presidente de un colectivo que aspira a mantener la unidad entre las gentes de aquella localidad arrasada. Todo, en la medida de lo posible: «Fomentamos que el espíritu siga adelante», zanja el sanabrés.
La hija de Domingo
Las palabras que lanza Agustín Puente resuenan en la parte de arriba del museo, donde este hombre señala a algunos de los habitantes de Ribadelago de la época que reconoce en las imágenes. Abajo, en uno de los paneles destacados de la sala, Manuela Rodríguez apunta con el dedo hacia otra de las fotografías: «Ese es mi padre», señala esta mujer, otra de las que vivió para contarlo y que ha querido estar en el primer día del museo.
El padre de Manuela se llamaba Domingo y trató de ayudar, como otros muchos, a que la pérdida de vidas humanas fuese la menor posible: «Vivíamos al lado del campanario y por ahí es donde se salvó la gente», subraya esta mujer cuya historia es común a muchos de sus paisanos. La tragedia empujó a su familia lejos, aunque como en el caso de los Puente también pudieran esquivar la muerte. Primero fue Santa Colomba, luego Madrid.
Manuela, que tenía 10 años el día de la catástrofe, ha pasado el grueso de su existencia en la capital de España, pero tampoco ha querido borrar de su memoria todo lo que ocurrió en su pueblo hace 65 años. Ni eso ni lo que se dijo después: «Hubo muchas mentiras, aquí no llego nada», advierte la sanabresa mientras se dispone a seguir viendo unas imágenes que, en realidad, siempre ha llevado consigo.