Cuando me paro a pensar en los paisajes primaverales de Zamora, no puedo evitar desear volver a vivir allí. Los días que me puede el estrés pienso en el ruido que hacen las botas al caminar sobre la gravilla de las sendas del monte San Julián y me calmo. Cuando la llanura donde ahora vivo no me deja ver el horizonte, recuerdo lo ondulado del valle del Duero desde el Viso y se me pasa.
Otras veces no me entusiasma tanto la idea. Cuando vuelvo al bar del centro donde siempre me tomaba una tapa y descubro que ha triplicado el precio, que nadie saluda cuando entro y, además, debo servirme prácticamente yo mismo, no extraño tanto la tierruca. Tampoco me puede la nostalgia cuando escucho a algunos alcaldes diciendo que no quieren el lince porque nadie les garantiza que les lleve “un turismo de masas” –eso es, campeón, el de masas, el único que merece la pena-.
“Lo único que compartimos todas las provincias de Castilla y León es el odio a Valladolid”
Hay un runrún, que solo se confiesa en secreto y confianza, entre aquellos que viven o han vivido donde ahora estoy. Un rumor que se suelta en voz muy baja. Un soniquete que empiezo a comprobar por mí mismo y que durante los últimos 30 años he negado con vehemencia: Pucela no está tan mal.
Lo sé, no se puede comparar a la ciudad más poblada de la comunidad con Zamora. No se puede equiparar a la perla del Duero con esa monstruosidad atravesada por un río cuyo solo nombre apesta. No hay parangón entre la mejor Semana Santa del universo (recia, seria y respetuosa), con la horterada pucelana. Tampoco en gastronomía nos ganan, de eso nada -aunque en Zamora no haya restaurantes a los que enviar a los turistas a su paso por el casco antiguo-.
Llegué aquí, a Pucela, y mi primera frase hacia un vallisoletano (con pin del Real Valladolid y todo) fue: “lo único que compartimos todas las provincias de Castilla y León es el odio a Valladolid”. Ahora lo pienso y digo, ¿qué pensaría este buen hombre al escuchar a otro individuo rezongar así de su tierra? ¿Y si dijera algo parecido un pucelano de Zamora? –Muy probablemente fuera violentamente reprimido, no me cabe duda–.
En el corto periodo que llevo viviendo en la capital –no oficial– de Castilla y León me ha dado tiempo a comprobar que la vida es bastante agradable. Hay árboles en muchas calles que ayudan a tapar a los feos edificios de ladrillo cara vista; he visto muchos bares en los que en sus terrazas se escriben cosas como “Aquí SÍ hay servicio de terraza”, donde también he conocido la buena costumbre de poner un pincho con la caña –algo que no la encarece demasiado y además ayuda a ralentizar la melopea–. Pero sin duda algo que me desconcierta es ¿cómo siendo tan fachas han conseguido ser simpáticos y saludar?
No soy ajeno a los problemas de desigualdad que tenemos en la comunidad. Yo también veo el agravio entre unas provincias y otras. Se me ocurre que consejerías como Medio Ambiente u organismos como la Fundación Patrimonio Natural no deberían estar en Valladolid: la provincia que tiene un solo Parque Natural -y además pequeñito-. Tampoco entiendo por qué desde aquí salen y llegan tantos trenes que les comunican con el otro demonio (Madrid) dejando al resto de provincias conformadas con no descarrilar. Pero sí que hay algo que no tiene que ver con la administración y que está en la mano de los ciudadanos y ciudadanas: la educación.
“Nadie, excepto un zamorano, puede decir que somos una mierda.”
Buenos días, gracias, disculpe, pase, por favor… Sorprende escucharlo en Zamora al entrar en los bares, comercios y grandes superficies, comparado con el demonio de Valladolid (donde por supuesto también hay bordes). Por mi parte, sigo haciendo el esfuerzo de gastar mi dinero en el comercio zamorano, haciendo de tripas corazón al entrar en muchos comercios, bares y restaurantes donde se comen caras largas, respuestas secas y comentarios maleducados por doquier.
Nadie, excepto un zamorano, puede decir que somos una mierda. Ese pesimismo pueblerino y acomplejado nos deja en una posición muy triste, en la que nos conformamos con ladrar al que viene de fuera y renegar de todo atisbo de progreso o cambio que pueda traer la prosperidad que otros tienen. No todos nuestros males vienen de Valladolid o Madrid. Somos, muchas veces, como dice el gran Ignatius Farray, el bicho que se devora a sí mismo.