– “Nunca he querido tener un sueldo fijo”.
La historia de José Manuel González Rabanillo habla de esfuerzo, de sacrificio, de echar horas sin mirar el reloj, de no entender de festivos. Habla, sobre todo, de trabajo. De trabajo desde la infancia hasta la vejez, “en lo que saliera, si me daban una peseta por mover una cosa de aquí a allí, pues la movía y que me la dieran”. A Manuel González le conoce toda la comarca de Sanabria y Carballeda, pero más que por el nombre de su DNI le conocen por “Manolo el panadero”.
Nacido en 1926, Manolo cumplirá 98 años dentro de un mes y medio. Trabaja desde que comenzó la Guerra Civil, al menos que él recuerde, pues fue entonces cuando unos familiares pusieron en marcha la panadería que él después regentó, amplió y mejoró. “El Pan Nuestro” de Mombuey, frente a la estación de servicio en la entrada del pueblo, es uno de esos negocios que han dado fama al pueblo. Un negocio que ahora vale a Manolo la medalla a la Dedicación Empresarial, que recibirá este viernes, acompañado por sus familiares más cercanos y por muchas personas que llegarán desde Mombuey, en la gala que organiza la Cámara de Comercio e Industria de Zamora.
El galardonado atiende a este periódico en la residencia de Mombuey, donde actualmente vive. Con los achaques típicos de la edad, Manolo tiene una memoria prodigiosa y ágil conversación. Se le nota, además, que habla con pasión de lo que ha hecho y que está orgulloso de lo conseguido. “He sacado adelante una empresa y a una familia, que no es poco”, razona.
Los comienzos, recuerda ahora el panadero, fueron “míseros”. No se caracteriza este negocio por permitir que los dueños amasen grandes fortunas, ni ahora ni mucho menos hace casi un siglo. “Íbamos desde aquí a Cernadilla, San Salvador del Palazuelo, Entrepeñas, Sandín. Todo por el monte, de noche, para vender el pan”. ¿Cuántas veces? Dos o tres por semana, aprovechando que el pan era grande, de dos kilos, y duraba varios días. “Suficiente para varias comidas de una misma familia, aunque no te creas que compraba pan todo el mundo. Había sitios a los que ibas a vender uno”.
“Salía”, recuerda Manolo, “a las cuatro de la mañana, con el burro, yo solo por esos montes, en invierno y en verano, lo mismo daba”, cruzando el río Tera por puentes cuando cuadraba y con barca cuando no quedaba otra. «Me acuerdo una vez, en Los Santos, que tocaban a muerto todas las campanas de los pueblos. Uno solo, por ahí por el monte, oyendo campanas…».
– ¿No pasaba miedo?
– Mucho. Y eso que llevaba un buen perro conmigo. Se ponía a ladrar y decías, “algo ha visto”, pero tú no veías qué era. Lo mismo un hombre que un lobo.
– ¿Qué era peor?
– Ninguno era bueno.
Y și penoso era el viaje para repartir, no más agradable era el de ir a comprar la harina. Pocas veces a Puebla, alguna a Benavente y las más, tocaba viaje a Zamora. En burro, desde Mombuey. “Salíamos de madrugada y llegábamos a dormir a Ferreras” de Abajo, para el día siguiente continuar “hasta Montamarta”, dormir allí y llegar a Zamora al tercer día. “Cargábamos en una harinera donde ahora está San Lázaro”, y vuelta. Dormir en Montamarta, jornada hasta Otero de Bodas y regreso a Mombuey. “Seis o siete días de viaje” para traer harina para todas las panaderías de la zona, que antes eran siete u ocho y que ahora se han reducido a dos. “Cobrábamos los portes, así que los viajes los hacíamos nosotros”, recuerda.
– Usted no ha conocido domingos, ¿verdad?
– Por la tarde, los domingos, no solía trabajar. Algunos. Otros había que ir a la labranza, que también teníamos algo de campo.
Manolo dedicó a “El Pan Nuestro” los mejores años de su vida, pero acabó su trayectoria dejando el negocio en manos de su mujer y sus hijos para trabajar de camionero. No faltaban rencillas en la comarca. “Me han denunciado muchas veces. Una vez en Asturianos, porque el alcalde tenía un primo que vendía pan y no quería que fuera yo a venderlo. Del enfado que me cogí me fui a Puebla y pedí trabajo en el extranjero”. Pasó dos años en Alemania, en los ferrocarriles. Después, tocó trabajar de camionero, haciendo repartos entre Madrid y Vigo, con salida a las ocho de la tarde de la capital de España y llegada de madrugada a Galicia.
– Usted ha trabajado mucho de noche.
– Nunca he dormido mucho, la verdad.
A Manuel González le jubilaron a los setenta años, “cuando me quitaron el carnet del camión” y se acabaron los viajes por carretera. Ya con menos intensidad y con el negocio encarrillado, compró un Land Rover que cargaba de pan y repartía por los pueblos de la provincia. “Era más ágil y cabía también mucho pan”, recuerda ahora. Hasta que ya no le dejaron trabajar más.
– “Y esta ha sido mi vida. Muy trabajada, pero he visto muchas cosas».