Una serie de aguerridos ciudadanos cruzábamos las calles del domingo que amaneció lluvioso. Pocas razones distintas a una nueva convocatoria electoral podrían hacernos madrugar en festivo. Todos confluimos hacia el colegio electoral, con un aire entre despistado y cómplice. Los custodios del orden público formaban parte del paisaje a la puerta del colegio, sin que de sus caras impertérritas y sus saludos monótonos pueda deducirse si su motivación es el deber o el aburrimiento más supino. De las nuestras puedo garantizar que se desprendían bastantes más conclusiones.
La primera y más evidente fue la del alivio de los suplentes que, habiendo llegado cargados de esperanza unos minutos atrás, eran relevados de sus funciones a través de una sencilla firma. Este minúsculo gesto abría las puertas de un domingo lleno de posibilidades que se desarrollaban como el tráiler de una gran película: desayuno en terraza (¡incluso brunch!), vermú interminable mientras suena música italiana, comida de tres platos, conversación que fluye y enlaza viendo al atardecer los sombreros que pueblan la Philippe Chatrier, besos y abrazos, llegar a la cama cansados pero contentos habiendo cambiado una ímproba tarea por un relato de álbum de fotos para contar el lunes en la oficina.
Si me preguntáis, no siento ninguna envidia por ellos. Porque los que nos quedamos tuvimos la ocasión de disfrutar del mejor escape room al que he jugado hasta ahora. Se trata de un juego de ingenio que está basado en la temática más extendida entre la clase media española: el papeleo. Las indicaciones iniciales son breves. Tres españoles elegidos al azar se encuentran encerrados durante 14 horas en el gimnasio de un colegio. No podrán salir de allí hasta que no hayan cumplido su misión: salvar la fiesta de la democracia una vez más.
Para ello se nos entrega una urna de plexiglás transparente sellada, un pequeño manual y una gran caja de cartón. Arranca el crono a las 8:00 y el equipo abre la caja, organizando el material. Los minijuegos iniciales están orientados hacia la cohesión del equipo. Firma de actas, comprobación de urna, colocación de papeletas y sobres, censo de electores, recepción de voto por correo, saluditos a los interventores y apoderados. Los nervios iniciales se diluyen con tantas tareas, nos vamos conociendo y el impenitente reloj indica de pronto que van a dar las 9.00. Empieza la votación.
Las siguientes fases
En esta segunda fase el equipo deja atrás la fase organizativa y se convierte en una suerte de recepcionistas de hotel de playa. A lo largo de once horas, identificación mediante, los votantes se acercan dubitativos a la mesa. Algunos portan esa expresión desorientada del turista que busca alojamiento para solazarse pero teme ser engañado. Otros llegan plenos de confianza con una sonrisa de oreja a oreja. Otros solo pasaban por allí como quien va al dentista. Unos buscan conversación, otros son meros burócratas. Unos visten de fiesta, los hay que bajan en chándal. Hay quien inmortaliza el voto de su pareja, hay quien confiesa en voz baja que es la primera vez, con esa sonrisa que tiembla un poco y los nervios propios de cualquier estreno.
Eva, Mª Ángeles y yo los vamos recibiendo de uno en uno, impostamos una certeza de la que nosotros carecemos, comprobamos sus nombres, los escribimos en una larga lista, cedemos paso al voto y después escuchamos decenas de veces el deseo de que pasemos una buena jornada. Con un día de por medio ya puedo decir que gracias a tantos deseos juntos la intención se cumplió y el domingo fue excelente. Pude poner nombre a vecinos del barrio cuyas caras innominadas forman parte de mi paisaje vital. Pude saludar a otros con los que hacía años que no conversaba. Pude conocer otras realidades distintas a mi calle. Escuché historias y también conté la mía. Dediqué el domingo a una de mis actividades favoritas en la vida: la gente.
Pero este juego de la democracia está diseñado por mentes maquiavélicas. Cuando te has confiado y piensas que ya lo dominas todo. Cuando ya sabes a qué mesa dirigir a los votantes de la calle Almaraz, conoces en qué página están los Pérez Pérez, saludas al respetable y resuelves dudas electorales con naturalidad. Cuando piensas que tampoco era tan difícil. Entonces todo se pone de nuevo cuesta arriba. A las 20.00 cambian las reglas por completo. Comienza el escrutinio. El día ha sido agradable pero las fuerzas están menguadas, la cabeza un poco embotada.
Un juego final cruel
El juego final es cruel y exige toda tu concentración. Entran nuevos jueces en escena; portan credenciales de colorines y son justos pero no mostrarán piedad ante cualquier despiste. Abrir varios centenares de sobres, valorar su contenido y agruparlo. Luego, el escrutinio en medio del silencio. La mente se exprime. Y el respiro llega cuando tras el primer intento una apoderada confirma que la cuenta sale. Las sonrisas fluyen, bajan las pulsaciones, se relaja el ambiente, se realizan los últimos procedimientos para tirar a la basura decenas de kilos de papel y guardar en sobres otros pocos.
Podemos salir del colegio electoral. Las calles aún brillan, es casi verano. No ha anochecido, son las 21.30 de este domingo de junio. Lo hemos conseguido. Tres ciudadanos anónimos hemos vuelto a salvar la democracia. Me tomaría una caña.