– ¿De dónde eres, Pedro?
– Del campo.
Con 28 años, a Pedro Calvo le cogió la toma de fuerza del tractor y le destrozó el torso. “Me dijeron que iba a perder los brazos”. Después de más de una operación, meses de rehabilitación y «muchos dolores», Pedro volvió a trabajar quince meses después. Durante la convalecencia, y durante unos meses, tuvo que vivir en Villamayor (Salamanca), que es donde entonces vivía su madre. «Fueron los dos o tres meses peores de mi vida».
«No por los dolores, que también». Pedro ha vivido toda su vida, los 53 años que tiene, en fincas. No sabe lo que es vivir en un pueblo, no digamos en una ciudad. De hecho, contesta naturalmente que no tiene pueblo, que ha crecido en dehesas y que no tiene sentimiento de pertenencia a ningún lugar que no sea el campo. Ahí vivieron sus padres, ahí nació, ahí formó a su familia y ahí sigue. Ahora, en una finca del término municipal de Alfaraz, donde lleva cinco años.
Salir, poco. “Llevaré sin entrar a un bar… El día de San Pedro hará tres años que nos fuimos a comer a Portugal. Salgo una vez al año, a los toros, al Corpus de Ledesma, y el año pasado no fui”. Eso por lo que respecta al ocio. Por lo demás, acompaña a su mujer, una vez al mes, a comprar al Carrefour de la entrada de Salamanca, donde hacen acopio para pasar todo el mes. Alguna visita puntual a Ledesma, «a la carnicería», y nada más. «No necesito más, no quiero más», asegura.
– ¿Por qué no bajas más?
– Porque no me siento a gusto.
«Si yo no te digo que la gente no vaya, ni que no esté bien, te digo que a mí no me gusta», afirma, tajante, mientras detiene la jera del día durante un rato para realizar esta entrevista. «La gente acaba la jornada, o libra los domingos, como todo el mundo. Se va al fútbol o lo que sea, son de otra manera. ¿Yo? No, no, no. Vas a los toros, te tomas una caña, ya está, yo me voy a mi casa».
Con todo, Pedro reconoce que su vida es dura. «Es mala, y para el que no esté a gusto, muy mala», dice, y reconoce «la gran suerte» de contar con su mujer, criada en Salamanca pero que soporta esta vida. «Tengo compañeros que se han casado y a los dos meses, o dejan la finca o se divorcian».
– ¿Cómo se pasa aquí el rato?
– Aquí no tenemos ratos para pasar.
«Cuando no estamos con una cosa estamos con la otra. El que no quiera aburrirse, que se venga a una finca», apunta. Trabaja de lunes a domingo, con un rato de asueto los domingos por la tarde que emplea «en echar un rato la siesta y salir con los perros», salvando alguna visita a su hermano, que vive, como él, en otra finca.
En tiempos, apuntó a torero. Su padre, del mismo oficio que él, trabajó bastante en ganaderías de bravo. En el Puerto de San Lorenzo, en Salamanca, donde más. Pedro incluso estuvo unos meses en Santa Coloma, en Buitrago de Lozoya, en Madrid. «Poco, porque mucho parecía, pero luego no pagaba bien. Vendí nueve toros, le dieron la señal delante de mí y le dije, me la da, y se busca a alguien, que yo me voy».
El caso es que hizo sus pinitos en los ruedos, con un primo del torero Domingo López Chávez. El torero salmantino, aún joven, se pegaba a ellos y lo tenían que llevar a torear. La última vez que puso delante fue en Guijuelo, en una novillada sin picadores. «Con 19 años me casé y ya había otras cosas que hacer. No tuve más tiempo».
Pero volviendo a lo de «pasar el rato» lo dicho, poco rato que pasar. Las jornadas no entienden de horas. Se notó mucho el verano pasado, con el apretón de la EHE. «Yo llevo toda la vida en el campo y eso, como eso no lo he visto nunca». Coche en marcha, pértiga y jeringa en mano, Pedro llegó a buscar vacas a las tres de la mañana en una dehesa de 600 hectáreas. «Fíjate lo gordo que estoy y el verano pasado adelgacé cinco kilos», recuerda.
Jorge, hijo menor de Pedro, que asiste a la conversación, interviene. «La gente dice que qué a gusto en el campo, con los animalitos. Joder con los animalitos». Un ejemplo, de hace unas semanas. Un vaca pariendo, que no consigue echar al becerro. «La cogemos, la subimos. Empieza a llover una barbaridad. Las botas, por dentro, llenas de agua». Al final «se lo sacamos, y a las dos horas fuimos y el becerro estaba mamando. Dices bueno, algo hemos hecho».
– ¿Y la pandemia?
– Ni me enteré.
La gente, argumenta Pedro, se acuerda del campo cuando quiere. Se notó en la pandemia. «Yo ni me enteré», dice. «Vamos a comprar una vez al mes y justo habíamos ido unos días antes», así que en la finca se hizo vida normal. «La gente nos decía que le daba envidia. Ahora, nos jodió. Cuando yo estoy con la nieve por las rodillas, con un becerro a hombros, y tú estás en el bar bebiendo cerveza, ahí no te acuerdas del campo», dice Pedro.
El recuerdo más tajante de lo que significa vivir en el campo no lo tiene Pedro de la finca en la que está ahora. Es de otra, de Salamanca. Tormentón enorme y el agua pasando por un arroyo entre la casa y la salida de la finca. Jorge, el hijo, «con un gripazo» espectacular y «fiebre altísima». Ante la imposibilidad de salir de la finca por otros medios, Pedro echó a su hijo encima de un caballo, se subió él y marchó a Ledesma a ponerle una inyección.
– Había que salir.
– Joder, ya ves. No salgas.