A las puertas de la iglesia del Santo Sepulcro, la gente de Toro opinaba mientras la lluvia iba y venía. Era una noche de viento incesante en la que el agua no terminaba de decidirse, y los cofrades y los hermanos de acera del Vía Crucis procesional aguardaban la llegada de las diez y media de la noche para ver dónde se detenía ese carrusel meteorológico y emocional. Al filo del momento clave, las nubes hablaron y soltaron un chaparrón decisivo. No había manera de cumplir con el recorrido previsto.
La noche destemplada del Miércoles Santo mostró con contundencia cómo de desapacible se puede tornar un instante tan esperado por los cofrades y los devotos; un momento anhelado durante un año que, de repente, todos quieren que pase rápido para resguardarse. Incluso, los que se vestían por primera vez: «Estaba el niño tan ilusionado…», deslizaba una madre a las puertas de la iglesia, tras constatar que lo máximo a lo que se podía aspirar era a viajar, sin imagen titular, de templo a templo, hasta la Colegiata.
De fondo, otra mujer ponía voz a los hechos: «Hace malísimo». Los propios hermanos pudieron comprobarlo en sus carnes tras dejar al Cristo de la Expiración atrás y salir a la calle, una vez cumplido el rito de entrada y el resto de actos previos a una procesión que esta vez se redujo a un cuarto de hora aproximadamente, por la parte trasera del Ayuntamiento, hasta llegar al destino.
En los hachones de los hermanos de fila, el fuego duraba apenas segundos ante el fuerte viento y el agua, mientras el ritmo machacón del tambor iba marcando el paso en la noche del Miércoles Santo. Algunos se atrevieron a realizar este breve trayecto descalzos, en un gesto de penitencia más meritorio esta vez por el frío y la humedad. Para los devotos, poco importa el sufrimiento en días como este.
Más atrás, cuatro hermanos cargaron con la cruz como correspondía, casi con más comodidad que quienes se encargaron del palio que cubría al pequeño Cristo que procesionó hasta la Colegiata. El viento agitó una tela indomable en el exterior, antes de que los cofrades pudieran abandonar el vendaval y hallar cobijo por fin.
En el templo, los asistentes llenaron la estancia para seguir el ejercicio del Via Crucis y el canto, con los sonidos y los textos que marcan las escrituras y con algunos niños cofrades observando la escena a cara descubierta, sin entender muy bien por qué nada había salido como debía. Por delante, tendrán muchos años para completar el recorrido, honrar al Cristo y vivir en primera persona las tradiciones semanasanteras de Toro.