El momento de Santa Lucía. Hay pocos como este. La gente aguarda, pasan las horas, el frío destempla a los más madrugadores, las pipas se acaban, uno acaba pensando que no vale la pena. Pero es mentira. Al final, aparecen. Van vestidos de blanco, con sandalias o descalzos, llevan la faja de arpillera y un crucifijo. En la mano, la antorcha y, junto a ellos, un silencio que se contagia.
Cuando todos se colocan, esa quietud se congela. La plaza contiene la respiración. Muchos saben que van a vivir un momento único. Otros lo descubrirán pronto. De repente, suenan unas voces cavernosas, como llegadas desde un lugar muy profundo. Es el «Jerusalem, Jerusalem». La piel se eriza, a algunos les cuesta contener las lágrimas, otros graban para repetir la experiencia desde la distancia cuando estén lejos. Y al final, de nuevo silencio.
El desfile de la Buena Muerte continúa y traslada la austeridad hecha procesión a todas las calles por las que caminan sus hermanos. No hay aspavientos, solo penitentes, el Cristo y las voces. La esencia de lo que ofrece Zamora durante estos días. Nada más y nada menos.