El Domingo de Ramos es hasta que deja de ser, y luego vuelve. Es en la infancia, cuando se mira el calendario para tener seguro cuando cae, cuando es el primer domingo de las vacaciones en el cole, cuando tu abuelo se levanta prontito para ir a la iglesia a recoger la palma, la suya y la tuya, a primera hora, no sea que se acaben. Siempre el primero. Cuando se ponía la corbata para salir contigo y con tu hermano, hay que ver qué día tan importante era aquel. Cuando uno es pequeño, nunca llueve en Domingo de Ramos.
Luego la vida va pasando y el Domingo de Ramos se convierte en otra cosa, en reuniones de amigos, en más risas y cervezas que palmas y ramos de olivo. Pero igual que todo pasa, todo queda. Y el Domingo de Ramos vuelve porque la vida lo trae de vuelta. Y entonces ya eres tú el que va a por la palma. A por la tuya y a por la suya, también prontito, no vaya a ser que se acaben. Va a ser que todo se hereda. Y miras a ver qué te pones y se te cae la baba viendo lo guapas que estáis hoy. Y otra vez a la procesión, con otra Borriquita, la de Zamora, que resulta que en realidad es la misma. Quién lo iba a decir.
El Domingo de Ramos es una cosa y es la otra. Son los niños a los que el día ilusiona y son los mayores que, ese día, por un ratito, vuelven a ser niños y cogen la mano de sus pequeños como sus abuelos cogían la suya. Y también son risas y cervezas, claro. En el Domingo de Ramos cabe todo, y por eso es el día más bonito de la Semana Santa.