El reloj está a punto de dar las once de la noche del Viernes de Dolores y la temperatura es inesperadamente cálida. Una riada de hermanos con atuendo monacal ha ido saliendo ya del templo, pero falta el Cristo, el más antiguo de los que verá la ciudad en estos días. La operación entraña un riesgo, la tensión se palpa, se escucha. Pero la imagen cruza la puerta sin rozarla. Y entonces, justo entonces, Zamora se introduce en su pasión. Horas antes, el Nazareno había pasado el puente; pero el instante en el que el Espíritu Santo deja atrás la iglesia homónima es cuando todo empieza realmente.
En las aceras, mientras la procesión cruza, la ciudad es recogimiento, respeto, amor propio, aprecio a su propia identidad; cuando todo ha pasado, Zamora vive una explosión social tan importante para su autoafirmación como los desfiles que se intercalan entre encuentro y encuentro familiar; entre quedada y quedada con amigos. El Espíritu Santo es, además, el comienzo del disfrute con ese olor a incienso, los sonidos que refrescan recuerdos o la vista abajo para contar sandalias y pies descalzos.
Esta procesión son también las voces del coro, el sonido del tambor, las imágenes icónicas, los faroles y el acto de la Catedral. Luego viene el regreso y el encierro que quizá es el menos triste. Por delante quedan tantos desfiles que no sale rentable contarlos. Esto acaba de empezar, todo es nuevo y a la vez conocido. Zamora tiene toda una Semana Santa ante sí, y eso es como una vida entera.