Aunque esto suene un poco anacrónico en el mundo digital, cuando escribo estas líneas Dani Martín estará al borde del delirio. No porque una chavala a la que saca más de veinte palos haya pasado de mirarle y, con lo que él era, le haya dolido. Qué va. El ego que le magulló que Ester Expósito prefiriera a Aron Piper se lo ha devuelto con creces la engrasada máquina de la nostalgia pop: en menos de 24 horas, ha agotado las entradas para siete conciertos en el WiZink, el Palacio de los Deportes de Madrid de toda la vida. Teniendo en cuenta que tiene una capacidad para unas 17.500 personas, ya hay unas 122.500 almas esperando a Dani. Habrá más, porque ha habilitado una octava fecha que probablemente también agotará. Quizá saque una novena o una décima. Total, tiempo queda: los conciertos serán en noviembre y diciembre… de 2025.
No sé si para entonces seguirá siendo así –spoiler: sí– pero hoy, entre todos sus múltiples premios, Dani Martín también tiene el título honorífico de ser el cantante por el que más cola he hecho en mi vida. Quizá por esas largas horas al sol recuerdo perfectamente que fue el 14 de julio de 2006 en la plaza de toros de Zamora. Afortunadamente para nuestra euforia adolescente, no nos tuvieron año y medio esperando a ver cómo volaban los sujetadores marca Unno mientras coreábamos la frase que veintitantos años más tarde sería nuestro mantra generacional: estoy cansado. El concierto se anunció el 27 de marzo, esto sí he tenido que mirarlo. El timing perfecto para que estudiásemos como desquiciadas el último trimestre por si acaso.
Han cambiado muchas en estos casi veinte años y, entre otras cosas, hemos pasado una pandemia que ha alterado nuestra percepción del tiempo. Eso sí, nos pasa algo contradictorio: mientras la capacidad de improvisación, sobre todo en grandes ciudades, se ha reducido a la mínima–buena suerte si estás en Madrid y te apetece picar algo en una terraza y no tienes reserva–, los gestores de salas y pequeños festivales venden cada vez menos entradas anticipadas porque la gente espera a última hora. Y, sin embargo, los conciertos más o menos grandes se programan cada vez con más antelación. Lo de Dani Martín destaca por el volumen, pero no es una excepción: Aitana agotó a las entradas para su concierto en el Bernabéu del 28 de diciembre de 2024 en cuanto salieron a la venta un año antes, Lola Índigo ya tiene anunciado que tocará en el mismo recinto en 2025. Y nuestro querido Rodrigo Cuevas ha hecho lo propio con su WiZink del próximo febrero.
El capitalismo es una rueda gigante que gira y aplasta, gira y aplasta, cada vez más y cada vez más rápido, en la cultura y en todo lo demás. Podemos quejarnos de la locura de planificar un concierto a año y medio vista, pero, si no se agotasen las entradas, no lo programarían. La cuestión es que ahí estamos todos. Mientras, el artista que llenará recintos en un par de años toca este finde en la Cueva o el próximo en la Josa, y está jodido porque todavía no se ha vendido ni la mitad. Ya ha pasado: si todo el mundo que dice haber visto a Vetusta Morla en el Ávalon hubiese estado allí, se habrían vendido entradas como para llenar cinco Rivieras. Aunque ya se cuente casi como una leyenda urbana indie zamorana, el concierto fue real, pero creo que soy la única que faltó ese día. Ya es mala suerte.
Decía el filósofo Mark Fisher que es más fácil imaginar el fin del mundo que el fin del capitalismo. Cada vez que pasa algo como lo de Dani Martín, las redes se llenan de críticas y penas sobre lo terrible del modelo de consumo masivo de la industria musical. Cuando cierra una sala, nos rasgamos las vestiduras en masa con el cómo pudo pasar. Sorpresa: aunque parezca mentira, de las stories y los tuits subrayando cuánto nos gusta la música no viven ni artistas, ni promotores, ni técnicos. Si solo vas a macrofestivales –ese tema lo dejo para otra columna– y no pisas una sala ni por casualidad, quizá es que tanto no te gusta.
No hay nada más zamorano que valorar más lo de fuera que lo que tenemos aquí, –también da para otra columna– pero además de gente con ganas y alma como quienes están detrás de Let Zed, Colectivo 49 y tantas otras organizaciones culturales, tenemos la suerte de contar con Óscar y con Álvaro, los capitanes de dos lugares maravillosos como el Ávalon o La Cueva, que se dejan la piel por seguir trayendo música en directo a esta ciudad. Y, por si no bastase con eso, son unos excelentes ojeadores: tienes la oportunidad de decirle a tus colegas que viste a los próximos Arde Bogotá cuando aún no eran cabeza de cartel, solo pásate por allí un día y prueba suerte, que las probabilidades de que te toque la lotería son altas. Y sin esperar un año y medio.
PD: Este fin de semana en el WiZink toca Bely Basarte, que viene a Zamora en un par de meses. Por lo de que aquí nunca pasa nada y esas cosas.