Eran las vacaciones de Navidad del año 2002, la paranoia del cambio de milenio ya había pasado y yo por entonces contaba con algo más de diez años. En la tele, en clase… en todas partes, no se hablaba de otra cosa: del euro, de la prosperidad que nos iba a traer, de la buena integración que iba a suponer con el resto de Europa, y bueno, toda esa retahíla que vosotros ya bien recordáis (o la mayoría de vosotros).
Todo eso me daba igual por entonces, por supuesto, pero si ya me costaba a veces entender las vueltas que me daban el frutero y panadero de Los Bloques, con aquella tarjetita conversora ya apaga y vámonos. Lo bueno es que veía a los adultos con los mismos problemas que yo, así que tampoco me hacía sentir tan tonto. La cosa es que llegó el sueldo de Navidad de mi padre y la paga extra, y tocó ir al banco a hacer el gran cambio.
Recuerdo que había una cola enorme en aquel señorial Caja Duero de Santa Clara, que visualizo como si fuera el banco de Gringotts de Harry Potter, solo que allí en vez de escribir con pluma se hacía con un boli atado con cadena, no siendo que la pillería Bic arruinara al banco.
Llegamos a la ventanilla, y mi padre sacó unas cuantas decenas de billetes de un sobre y se los entregó al señor banquero. A los pocos segundos, él le devolvió a mi padre no más de 10 billetes.
Eso no podía estar bien
Lo vi desde debajo de sus manos, porque yo aún no abultaba una mierda. Aquel cambio me pareció muy raro; así que cuando mi padre se guardó el dinero y salimos de la fila, le dije que ese señor nos estaba engañando y que eso no podía estar bien.
Mi padre se rió, y me dijo que sí, que estaba perfecto, pero que ahora el dinero funcionaba así. Yo le dije que eso era igual que cuando yo le cambiaba a mi hermana cien pesetas por dos monedas de veinticinco y le decía que ahora ella tenía más porque antes tenía una moneda y ahora tenía dos.
Yo no sé mucho de macroeconomía, ni de nada en general. Lo que sí sé es que antes un sobre de cromos costaba veinticinco pesetas, es decir, menos de veinte céntimos, y ahora ese mismo sobre cuesta un euro, es decir, ciento sesenta y seis pesetas.
Ahora tengo 33 años, y no 10, pero sigo pensando igual: alguien nos cambió una moneda grande por dos pequeñas.