Hace poco más de cuatrocientos años, en septiembre de 1623, un joven príncipe extranjero cruzó en su carruaje las tierras del norte de Castilla. Viajaba de El Escorial al puerto de Santander, para embarcar allí de regreso a su reino.
Se trataba de Carlos Estuardo, príncipe de Gales (futuro Carlos I de Inglaterra), e iba con prisa. Quería volver con su padre, Jacobo I, cuanto antes; tal ultrajado se sentía después de pasar cinco meses en la corte de Felipe IV intentando inútilmente acelerar su boda con la infanta María.
Por aquel entonces, la prensa propagó el esplendor de la jornada. Ahora, dos años de investigación de archivo reconstruyen el viaje al completo y desvelan, entre muchas cosas, cómo este encuentro inusual con la realeza inglesa se produjo en una España ya entonces “vaciada”.
Una alianza matrimonial fracasada
Mediante el matrimonio, España e Inglaterra pretendían perpetuar su paz de 1605. Pero conseguirlo iba a ser cosa difícil. El Parlamento inglés (de mayoría anglicana y puritana) se oponía por cuestiones religiosas, Jacobo I seguía aplicando penas a los católicos y España no quería alterar sus viejas alianzas en Europa.
Además, el príncipe se había presentado en Madrid sin previo aviso, ejerciendo una forma de presión poco diplomática. Así que, en las negociaciones, Felipe IV y el conde de Olivares, su valido, jugaron al despiste más que a otra cosa, pues cualquier concesión precipitada podía salir muy cara.
Hasta que a finales de agosto el príncipe Carlos se cansó: regresaría a Inglaterra, aunque tuviera que ser “sin novia, sin nupcias y sin contrato”, como murmuraban los embajadores extranjeros.
El cortejo del príncipe y las recepciones de Segovia y Valladolid
Salió de El Escorial el 9 de septiembre, en un coche de palacio. En otro, iban sus cofres de ropa y joyas; detrás, el favorito de su padre (George Villiers, marqués de Buckingham), el embajador de Inglaterra y unos cincuenta ingleses al servicio.
Del lado español, el conde de Monterrey y otros dos consejeros, junto al conde de Gondomar y un secretario, se encargarían de que los lugares por donde pasara le ofrecieran “agasajo, fiestas y buen reçevimiento”, como si se tratara del propio rey.
Y así lo hicieron. Enseguida la prensa informó de cómo en Segovia le regalaron “fuentes con más de tres mil escudos”, que él “esparció al pueblo”, además de una máscara a caballo, luminarias y toros y un aposento en los Alcázares.
En Valladolid, pusieron por las calles estandartes, músicos, arcabuceros y obras de platería. Por la tarde, le obsequiaron con la escultura de Giambologna y el cuadro del Veronés que le habían enamorado en los jardines de la Ribera. Después, en el palacio real, él cenó, contempló los fuegos y luminarias y se retiró a dormir.
Los pueblos del norte de Castilla acogen al príncipe
Fuera de la corte, ninguno de los pueblos donde el príncipe paró a dormir sabía muy bien quién era el que llegaba. Menos aún aquellos donde almorzó a mediodía: apenas montadas las mesas, servida y terminada la comida, se tenían que desmontar para proseguir el camino. Pero ellos obedecieron lo mandado.
En Santa María de Nieva (Segovia), durante el paseo, el príncipe Carlos recibió danzas y luminarias en señal de regocijo. Los de Santiuste de San Juan Bautista (también Segovia) le prepararon un encierro y un baile de bienvenida. Olmedo (Valladolid) compró toros para correr y, de noche, soltó otro encohetado.
Herrera de Pisuerga (Palencia) contrató toros, música, baile y comediantes para festejar su venida. Aguilar de Campóo (también Palencia) le entretuvo en el río con la exhibición de un hombre que “entrava devaxo del agua y salia con las truchas en las manos”.
A la gente se le prohibía trabajar en sus labores, para así aumentar la concurrencia. Entretanto, los concejos exprimían sus arcas para correr con los gastos. Buscaban donde no había, porque llevaban décadas vaciadas por la guerra, la peste y la sequía.
La “España vaciada”: prisa y embargos
Por los caminos, la prisa del príncipe convirtió el viaje en un tormento. Mandaba hacer hasta diez leguas diarias (casi 50 km), no pernoctar más de una noche en el mismo sitio y, en lugar de seguir hasta Burgos, abandonar el tradicional camino real en Dueñas (Palencia) y dirigirse en dirección norte, derechos al mar. Al cruzar las montañas desde Reinosa (Cantabria) tuvieron que hacer a pie algunos tramos, porque los coches no cabían.
A ese ritmo y sin posadas para el refresco, los animales tampoco resistían. Por ello, los alcaldes y alguaciles emplearon más fuerza de la habitual en conseguir relevo y provisiones.
Todas las mulas que pudieron hallar entre Medina de Rioseco (Valladolid) y Burgos acabaron embargadas. De las tiendas sacaron madera, cera y hasta orinales para los aposentos del príncipe y de su séquito. Y para la provisión de los barcos ingleses tomaron harina, pollos, gallinas, carneros, jamones, quesos, vino, aceite, vinagre, todo lo que hubiera. La tierra era “estéril”, escribieron ellos. El rey contestaba que hicieran “gran fuerza por que la provisión fuese abundantísima y sobrada”.
Por fin en Santander, el heredero inglés no dudó en arriesgar su vida con tal de embarcar, aun en plena tormenta. Permaneció en su barco hasta que amainó y pudieron zarpar a Inglaterra el 24 de septiembre.
Ya en Inglaterra
Cuando en marzo de 1625 Carlos se convirtió en rey de Inglaterra, las capitulaciones de boda que había firmado en España ya eran historia. Tardó tres meses en casarse con la hermana del rey de Francia y otros tres en declararle la guerra a Felipe IV.
Todavía no se ha podido explicar bien por qué razón no prosperó el enlace. Lo que sí es claro es que en ello nada tuvieron que ver estos pueblos y ciudades castellanos, porque no hicieron más que la costumbre: dar hasta lo que no tenían.
Anunciación Carrera de la Red, Depto. de Filología Inglesa, Universidad de Valladolid
Este artículo fue publicado originalmente en The Conversation. Lea el original.