El Real Decreto Ley 6/2023, de 19 de diciembre, conocido popularmente como decreto “ómnibus”, se publicó el pasado 21 de diciembre. Entre sus variados contenidos, orientados a conseguir la cuarta remesa de los fondos Next Generation –destinados por la Unión Europea a paliar las consecuencias económicas de la crisis sanitaria–, están algunos relacionados con el empleo público de la Administración estatal.
Así, una cuestión tan fundamental para la buena marcha de un país como la profesionalidad e independencia de sus funcionarios se despacha sin el consenso deseable. Aprobada inicialmente sin intervención parlamentaria –estas normas se aprueban por el ejecutivo para supuestos de extraordinaria y urgente necesidad–, fue ratificada el 10 de enero de 2024 y por tan solo un voto de diferencia. Ahora pasará a tramitación como proyecto de ley en el Congreso.
Mejorar la función pública es mejorar nuestra vida
La lucha contra la corrupción o el buen funcionamiento de los servicios públicos se relaciona directamente con la posibilidad de contar con empleados capaces y comprometidos. También desarrollar políticas públicas a largo plazo en cuestiones como la protección del medio ambiente o la integración de personas con discapacidad depende de ellos. Conseguir este objetivo debería ser una prioridad para cualquier gobernante y objeto de la suficiente reflexión.
Una función pública profesional se basa en una selección objetiva e independiente (que en España se realiza mediante la oposición) y en la que los empleados solo puedan perder su trabajo por causas objetivas y no políticas. Asimismo, guarda una estrecha relación con un asunto que –pese a su exigencia legal desde hace 17 años– viene siendo olvidada por muchas administraciones y se ha regulado con detalle en el nuevo decreto: la evaluación del desempeño.
Requisito para la mejora continua
Mediante esta, se toma el pulso a las necesidades y fortalezas que existen. A través de ella, se pueden adoptar las medidas necesarias para resolver los errores que se cometen o darle mayores responsabilidades a los más capacitados. La evaluación conduce a premiar a los más diligentes y a impulsar la formación necesaria para conseguir mejores servicios. Pensemos en los empleados públicos que conocemos y en lo importantes que han sido en nuestras vidas, por ejemplo, algunos médicos o profesores.
La nueva regulación identifica una serie de aspectos a los que la evaluación debe contribuir (como la motivación de las personas, el trabajo en equipo o la innovación y mejora continuas), identifica principios a los que debe atender (como los de planificación o revisión) y la vincula a determinados efectos, entre ellos la progresión en la carrera, la continuidad en el puesto o las necesidades de formación.
Si bien hay aciertos como vincular la evaluación a una planificación estratégica que aún está por configurarse y desarrollarse, es importante destacar la necesidad de darle a esta cuestión la relevancia, la continuidad y el compromiso político que merece por quienes gobiernan.
Por ejemplo, la norma identifica la evaluación como uno de los pilares fundamentales sobre los que hacer descansar la función pública para la administración del siglo XXI. Sin embargo, al mencionar a una Comisión de coordinación pierde la oportunidad de crear un órgano autónomo e independiente que trascienda y permanezca impulsando la mejora continua de la evaluación.
Un asunto de Estado
La evaluación de los empleados públicos cuenta con matices y particularidades propias. No es fácil evaluar lo que hacen muchos funcionarios: ¿es mejor juez el que dicta más sentencias o mejor policía el que pone más multas? O, si lo importante es la calidad de las sentencias y que las sanciones consigan la finalidad perseguida, ¿quién debe encargarse de valorarlo? ¿Se les exige el mismo resultado en relación a los medios de los que se les dota o las exigencias cambian cuando se acercan las elecciones? ¿Cómo conseguir que las administraciones realmente formen a sus empleados en las carencias que se revelan en la evaluación?
Todas ellas son cuestiones sobre las que se debe reflexionar, que deben planificarse y conectarse con el resto de aspectos que conducen a una mejor función pública, como los relativos al acceso o la carrera.
Este real decreto identifica los pilares fundamentales sobre los que asentar la función pública, además de la evaluación, la planificación estratégica, la selección, la carrera y la dirección pública profesional. Sin embargo, resulta evidente que conseguir una función pública mejor depende de hacer de estos pilares realmente un asunto de estado –ajeno a políticas cortoplacistas e intereses partidistas– a través de consensos y normas que supongan reformas estructurales y duraderas. Este debería ser un compromiso fundamental de cualquier buen gobernante.
Juan José Rastrollo Suárez, Profesor de Derecho Administrativo, Universidad de Salamanca
Este artículo fue publicado originalmente en The Conversation. Lea el original.