Hace ya unos cuantos años, y gracias a que mi familia empeñó cuatro de su vida tras la barra de un bar de pueblo, pude estudiar en Barcelona, concretamente en Terrassa, que era donde estaba el campus de la escuela de cine. La ciudad condal es preciosa y recomiendo encarecidamente su visita, la de Terrassa os la podéis ahorrar.
Todo esto viene a cuento de que yo pasé de vivir entre Zamora y Coreses a que mis padres me dejaran con un par de maletas en una ciudad que no conocía, en la otra punta de España.
Alquilamos el piso a ciegas, porque no había gallina para ir, ver pisos y volver, pero ya de eso mejor os hablo otro día, porque llegamos el día de la Diada.
La cosa es que me vi compartiendo piso con tres catalanes de pura cepa, de ciudad grande, de esos que llaman pueblo a una localidad con doscientos mil habitantes.
A los pocos días, dijeron que iban a pedir comida a domicilio (toda una rara avis para mí por aquel entonces) pollo asado. Yo, que por entonces no era tan ducho en la cocina, accedí.
Paso a reproduciros el diálogo que se produjo, que recuerdo como si hubiera pasado ahora:
– Manu, ¿quieres un pollo entero?
– ¿Cómo voy a querer un pollo entero? Con un cuarto voy sobrado.
– Si yo casi me como un pollo entero.
– Bueno, no sé, pídeme medio, y si me sobra… pues lo guardo.
Finalmente, se pidieron en esa casa tres pollos y medio (eviten el chiste fácil).
Yo me quedé en mi habitación pensando en que, o allí tenían mucha hambre, o yo comía muy poco, porque en Coreses, con el pollo de corral guisado de mi abuela, comíamos seis personas bien a gusto.
Al fin llegó el pollo asado y, cuando vi que sacaban la comida, empecé a reírme y a comprender. Los pollos que allí se hacían (y por extensión, en la mayoría de ciudades que ofrecen servicios similares) medirían unos veinte centímetros a lo sumo.
Con razón se podían comer casi uno entero. Y con razón me quedé con hambre.
Pollos de ciudad no, gracias, hay que dejarlos crecer.