En la tarde de este último viernes asistí junto a mi pareja a la representación de la obra Finlandia, de Pascal Rambert, en el Teatro Principal. En ella, unos encolerizados pero creíbles Israel Elejalde e Irene Escolar se van despedazando mutuamente y por turnos durante una hora y veinte minutos en los que nos permiten ejercer el voyeurismo con lo más personal que puede haber: la violencia verbal desatada que da la intimidad de una pareja en disputa por su descendencia. Pero tranquilos, este artículo no es una crítica teatral puesto que no soy nadie autorizado para ello y eso convertiría estas palabras en una estafa para quienes sigáis leyendo desde este punto. Sin embargo, sí necesito hablar de aquello que me llevé a casa una vez que despedimos, con sinceros aplausos, al equipo de la obra.
Pensé escribir este artículo haciendo una especie de comparación entre la incomodidad física y la emocional. Jugar con una inventada incomodidad producida por mi butaca que en realidad fuese la inquietud que la obra produjo durante muchos minutos en mi ánimo. Pero cuando haces tuya la incomodidad de la obra, se acaban las risas y las ganas de inventar metáforas. Cagarse en la puta madre de tu pareja no te parece gracioso e imaginarte blasfemando a voces no te provoca sonrisas.
Cuando cambiamos nuestro contexto social, laboral y familiar por el de los personajes y nos ponemos en su situación nos enfrentamos al miedo que provoca el final del amor. De nuestro amor. Sin entrar siquiera en la descripción política del amor que nos ofrece Elejalde, es fácil pensar en esos dos bandos enfrentados a la caza de sus intereses, que chocan de manera frontal con los de quien era, hasta hace nada, la persona amada. Asomarse al abismo.
Reconforta pensar que, si has estado sentado viendo una obra de teatro con tu pareja, es porque todo va bien. Nosotros no somos eso. Ni esos. Nosotros nunca seremos eso. Ni esos. Pero entonces paseas de vuelta a casa y se te van apareciendo como fantasmas todas las parejas que has conocido, que algún día debieron pensar que tampoco serían eso y terminaron siéndolo. Amigos, familiares, compañeros que se han divorciado y cambiaron al ver la llamada de esa persona un «dime cariño» por un «a ver qué quiere este subnormal ahora» justo antes de contestar.
Llegados a la disputa, a la dialéctica política del amor en ruinas que nos presenta Finlandia, los ataques se pueden ejecutar desde cualquier lugar en una relación que agoniza: criticar los ideales de juventud que se van perdiendo por el camino, despreciar a la familia política que no podemos elegir, reprochar celos fundados o infundados, tirarnos a la cara el reparto siempre desigual de las tareas domésticas, escupirnos el cúmulo de resentimiento que hemos ido albergando con el transcurrir de los años y un largo etcétera que en función de la pareja se puede llenar de infinitas opciones, todas ellas, eso sí, desagradables.
Sin embargo, para las parejas con hijos, al final, como en Finlandia, estos siempre son o deberían ser un lugar en el que volver a encontrarnos, refugio montañero en plena escalada de odio, uve en el pillapilla brutal y descarnado que es una separación, la ansiada tregua lingüística en medio de una guerra de palabras incendiarias.
A pesar de la estabilidad afectiva que podamos tener con nuestra pareja, cuando uno se pone en el lugar de los personajes de una obra como Finlandia, siempre surge el miedo. El temor a ser algún día lo que has visto, a gritar lo que has escuchado, a sentir en tus propias carnes lo que te han transmitido desde las tablas. Qué incomodidad tan extraña es esta que nos hace volver a casa pensando, reflexionando, sobre nuestras vidas, sobre nuestras relaciones. Qué necesarias son las obras y los espacios escénicos donde no se nos entretiene, sino que se nos interroga.