No recuerdo la primera vez que subí a un tren. Por pura lógica familiar, imagino que rondaría el año 1995, quizá un poco antes, y casi seguramente en verano. Supongo que sería un Talgo y que nos bajaríamos en Ourense después de casi tres horas de trayecto en las que me daría tiempo a ser pesadísima con lo rápido que íbamos, embobarme mirando por la ventana, jugar con alguna muñeca e incordiar a medio vagón hasta, finalmente, dormirme. Entonces, nos habría parecido ciencia ficción pensar que hoy mi tía haría ese mismo trayecto en poco más de una hora –¡lo mismo que tardábamos a Salamanca en coche!–.
Muchas cosas que entonces me parecerían increíbles ahora son cotidianas. Al acabar la universidad, veía tan probable encontrar una oportunidad laboral en Zamora como despertarme millonaria. Ya no sé siquiera en qué categoría de fliparse estaría imaginar que hoy viviría en Zamora, trabajaría en Madrid y que mi tupper llegaría aún caliente, o casi, a la oficina. Y, sin embargo, lo hago y lo hace mucha más gente como yo todas las semanas.
Eso solo es posible gracias al tren –y a pesar de Renfe, pero eso es otro tema–. Como dice el anuncio, no es magia: son nuestros impuestos. Se preveía la inversión de 5.408 millones de euros en ferrocarril para este año, algo más que en 2022, en línea con los últimos años, en los que se ha priorizado frente a las carreteras. Una decisión lógica que se está tomando en toda Europa –y de forma más contundente que aquí, dicho sea de paso– porque es la mejor forma de reducir las emisiones asociadas al transporte. Porque sí, aunque parezca mentira tener que recordarlo, el cambio climático existe y la movilidad humana en todas sus vertientes contribuye, y mucho, a empeorarlo.
Pero, en materia ferroviaria, la ciencia ficción es una vía de ida y vuelta: tan increíble resulta viajar de Zamora a Madrid en una hora como que para ir de Zamora a Badajoz haya que tomar un autobús hasta Mérida (cinco horas y diez minutos) y entonces coger un tren regional a bordo del que, una hora después, llegas a tu destino. Sin contar esperas, más de seis horas para una distancia de poco más de 350 kilómetros, que se harían en apenas tres y media en coche.
Es una situación absurda e incomprensible. Porque ya existía una línea de tren que vertebraba toda la Ruta de la Plata y que unía Gijón con Sevilla. Había infraestructuras que se desmantelaron por privilegiar la alta velocidad (deseable) frente a la vertebración territorial (imprescindible), por hacer que toda España mirase a Madrid como inicio y destino de todos los trayectos. O vas allí o para qué vas a ir a ninguna parte. Pero quienes habitamos en las ningunas partes de España necesitamos un transporte público que nos una, rápido o no, a otros lugares como el nuestro: no necesitamos estar en Badajoz en una hora, sino poder llegar en tres.
Correlación no implica causalidad, pero desde que la línea se cerrase en 1985, la despoblación se ha cebado con los territorios atravesados por ella. Si el tren vuelve, que está por ver, lo hará tarde. Volverá a una Zamora que es otra, a un mundo diferente. Más cálido, desigual e injusto con el oeste de España. Su reapertura es justicia social y también ambiental. En enero, la UE incluyó la línea en la red de corredores ferroviarios europeos y, a finales de septiembre el Ministerio de Transportes sacó a concurso un estudio de viabilidad para recuperar la conexión entre León, Zamora, Salamanca y Cáceres. Desde la Plataforma de la España Vaciada pronostican que, como pronto y ya si eso, habrá que esperar hasta 2050.
Nunca he visto pasar un tren por las vías que hoy contemplo desde mi ventana porque están abandonadas desde mucho antes de que yo naciera. Ojalá algún día pueda recordar la primera vez que vi circulando uno por ellas con la misma ilusión que cada semana miro el paisaje avanzando a toda velocidad tras la ventanilla, que supongo será la misma que viví aquel primer trayecto. Aunque llegue con retraso, quizá sea nuestro último tren y después no venga otro. Nadie nos esperará en el andén si lo perdemos.