En el Laine’s Dutch Country Store de Rockbridge, Ohio, reina el silencio y las cámaras frigoríficas tienen demasiados huecos. Recuerdan cuando no daban abasto en la penúltima semana de noviembre. Los empleados chascan la lengua y ladean la cabeza en señal de desaprobación. Pero ¿qué otra cosa pueden hacer? Hay corrientes más poderosas que la mera fuerza de la costumbre y el arraigo.
La pérdida constante de población ha minado progresivamente la tradición familiar de reunirse el jueves de esa semana alrededor de un pavo asado y viandas del terruño con el propósito de fortalecer los lazos comunitarios y mientras se dan las gracias por lo vivido y por lo que está por venir. Tal vez en Columbus, la capital del estado del Midwest, donde la resistencia demográfica a la despoblación es mayor, no se encuentren tan penalizados y haya jóvenes suficientes que cojan el relevo de sus ancestros y mantengan viva la llama.
Es igualmente difícil saberlo y preverlo porque la predominancia de la cultura urbana ha resignificado ciertas tradiciones. Las arranca de su raíz rural, las contempla con un catalejo de superioridad desde una óptica que en ocasiones sirve para mitificarlas y otras para desdeñarlas. En definitiva, las aleja de su naturalidad.
Sumado a esto, una mezcla de rebeldía hacia lo viejo y ganas de apertura al ancho mundo ha abierto la puerta a la adopción de tradiciones de culturas extranjeras que tienen su propia lógica y raíces. Estas tradiciones foráneas muchas veces son más asequibles y atractivas que las propias. Son avaladas por millones de usuarios de redes sociales y por la publicidad capitalista, no exigen gran preparación y en todo caso, fomentan el propósito de la unión comunitaria y sirven como excusa para una buena fiesta.
Este camino con billete solo de ida ha recorrido la matanza tradicional. Nacida de una economía de subsistencia, arraigada en las comarcas del Lejano Oeste, unía bajo las nieblas del otoño a las familias entre sí y con las familias vecinas en un trabajo de varios días que también conllevaba una faceta festiva. Como un fractal estaba plagada de pequeños ritos, de su léxico y expresiones propias, de sus colores y sus olores. Y, a día hoy, esta riqueza y entidad propia se ha extendido globalmente ganando terreno. Una sencilla búsqueda de imágenes en internet arroja resultados de marranos con la piel chamuscada en Erevan o chiquillos jugando con una vejiga hinchada por las calles de Brisbane. Mientras tanto en Rockbridge, Ohio, apenas quedan dos familias que asen un pavo y se junten por Acción de Gracias.
Tengo muy claro que es demagógico establecer una relación de vasos comunicantes. No encuentro argumentos estructurados que indiquen que ciertos desarraigos culturales sean culpa del auge de otras tradiciones. Lo único que puedo afirmar con certeza es que ambos fenómenos coexisten. Si miramos hacia otra parte justo a nuestro lado se pierde un rico acervo etnográfico (social, cultural, familiar) mientras abrazamos sin pudor meros productos mercadotécnicos.
Será por eso que en el Cárnicas Federico de Zamora, Zamora, reina el silencio y las cámaras frigoríficas tienen demasiados huecos. Recuerdan cuando no daban abasto en la penúltima semana de noviembre. Los empleados chascan la lengua y ladean la cabeza en señal de desaprobación. Pero ¿qué otra cosa pueden hacer? Hay corrientes más poderosas que la mera fuerza de la costumbre y el arraigo.