Los últimos tiempos han sido complicados. No ayuda mucho la espiral de catástrofes y guerras
que invaden los medios de comunicación. Más aún, el abstraerse de las pantallas
rectangulares, ya sea en horizontal o en vertical, requiere un esfuerzo parecido al del fumador
que no deja de recaer.
En la inauguración de un medio que nace con una visión periodística de sosiego y que busca
una narrativa más pegada a la reflexión que a la inmediatez, quiero contarte cuál ha sido mi
estrategia para evitar hundirme en las noticias.
La fortuna hizo que el pasado mes de septiembre pudiera hacer una maleta con ropa y latas de
atún para marcharme, en buena compañía, a Islandia. Un sueño cumplido, un viaje que llevaba
imaginando desde hacía décadas. Pisamos volcanes y fiordos, nos bañamos en piscinas
calientes mientras nevaba, prácticamente llegamos al paralelo norte 66 y caminamos por
superficies rocosas de otro mundo.
En ese paraíso pelado, en la entrada sur de los Vestfirð -Fiordos occidentales- hay una
carretera bastante especial: la 608. El primer tramo discurre por las praderas musgosas de
Kinnarstaðir donde las ovejas islandesas parecen tamos de polvo en grupitos de dos o tres. A
medida que se remonta el fiordo Þorskafirði la ruta se vuelve angosta y empedrada: 50
kilómetros de pista sin asfaltar que separan la aldea de Kinnarstaðir del siguiente ser humano.
La 608 se vuelve más complicada conforme se avanza: cantos que golpean los bajos del coche,
hay baches, viento, niebla y lluvia. Y de repente en esa caótica ruta un ruido seco desde la
parte inferior del coche nos sobresaltó. Con inquietud paramos el motor y abrimos la puerta.
Una lluvia y viento helados golpearon nuestra cara, y de repente, mágicamente, salió el sol. La
vista fue asombrosa: a nuestra izquierda, en una hondonada, había dos lagunas: ¡la Ventosa y
la Ventosilla!; a mi derecha, ¡La Laguna de Peces! Hasta parecía intuirse un pico a lo lejos,
¡Peña Trevinca! Había recorrido 2700 Km para conocer un nuevo lugar y esa carretera me
había dejado en… ¿Sanabria?
Ya sé lo que parece, es como el que dice que para ver el Coliseo romano me voy a las Ventas,
que está más cerca. Pero os voy a decir algo, la UNESCO dice algo interesante: «el paisaje es
cualquier parte del territorio tal como lo percibe la población, cuyo carácter sea el resultado de
la acción y la interacción de factores naturales y/o humanos». Os aseguro que cualquiera que
bajase del coche y mirara aquel lugar percibiría una Sanabria en Islandia.
Los factores naturales son muy parecidos: los valles glaciares en forma de U están presentes
en ambos lugares; aunque Islandia tiene un sustrato volcánico, la parte occidental se asienta
sobre rocas basálticas y riolitas de composición similar a la de los gneises y dioritas de
Sanabria, lo cual confiere un color muy similar; a pesar de estar a pocas millas del círculo polar
ártico, Islandia tiene una vegetación muy similar -al menos en aspecto- a la fría y alta Sanabria.
Ah, por cierto, tanto en Sanabria como en Islandia es fácil no encontrar a un alma en
kilómetros.
Entendería que pensaseis que comparar a Islandia y a Sanabria es bastante peregrino, no cabe
duda. Quizás lo más sensato sea dejar de comparar y recordar Vestfirð o Vega de Conde para
salvarnos de la terrible actualidad.
Islandia, a un paso de Sanabria
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